Con Trump, EE. UU. comienza a parecerse a China
Por Jacob Dreyer
The New York Times
Dreyer es un editor y escritor estadounidense que vive en Shanghái.
¿Recuerdas el cuento de hadas de la globalización?
Hubo un tiempo en que muchos estadounidenses creían que China inevitablemente se asemejaría más a nosotros con solo integrarse en el orden comercial mundial que establecimos y quizá, como sugirió una vez el presidente Bill Clinton, incluso se democratizaría. La victoria final del neoliberalismo liderado por Estados Unidos estaba cerca.
Clinton y otros como él no se equivocaron del todo. China ha pasado décadas emulando elementos clave del modelo estadounidense de emprendimiento, consumismo e integración en los mercados mundiales. Esto convirtió a China en una potencia industrial, con una gran clase media, ciencia y tecnología de vanguardia y marcas globales como Huawei, Lenovo y Alibaba. Los 1400 millones de habitantes de China llevan estilos de vida mucho más diversos y prósperos que nunca. A lo largo de todo este proceso, Estados Unidos fue el modelo.
Lo que ni los estadounidenses ni los chinos imaginaban era hasta qué punto eso se convertiría en una calle de doble sentido.
En la gran contienda de ideas e influencia entre ambos países, el péndulo parece oscilar en sentido contrario. El regreso de Donald Trump a la presidencia ha dejado claro que, en aspectos importantes —la erosión democrática, la obsesión por unas fronteras sólidas, el freno a la libertad de expresión y muchos otros ejemplos—, Estados Unidos empieza a parecerse un poco más a China.
He vivido en Shanghái desde 2008, y he presenciado en primera fila la culminación del ascenso de China. En efecto, Estados Unidos puede aprender mucho de China. Pero quizá la lección más importante sea mantenernos fieles a quienes somos como nación. Eso es lo que hizo China. Adoptó aspectos del estilo estadounidense que la fortalecerían de nuevo, al tiempo que se aferraba a su sistema central de dominación política del Partido Comunista y una fuerte intervención estatal en todo. Y ha tenido un éxito espectacular.
Estados Unidos con Trump, en cambio, empieza a parecer que sigue el modelo político de China. Nosotros no somos así.
El movimiento MAGA y sus líderes demonizan al Partido Comunista Chino. Pero algunas de sus acciones validan los métodos del partido, al demostrar que, en la práctica, parecen querer cosas similares.
Ambos impulsan un patriotismo poderoso, están obsesionados con la manufactura y son hostiles a los migrantes. Ambos desean un país donde se espera que las minorías étnicas se inclinen ante el grupo dominante y se impongan los roles tradicionales de género. Y todo ello presidido por un partido gobernante avasallador, dirigido por un autócrata que se glorifica con desfiles militares. La imitación es, sin duda, la forma más elevada de adulación.
China utiliza su economía como arma para castigar a sus socios comerciales por diversas disputas o simples desaires; el gobierno de Trump exprime a los aliados de Estados Unidos con aranceles arbitrarios u otras represalias por cuestiones como el fentanilo y la política.
En lo geopolítico, China prioriza las relaciones de conveniencia, como sus vínculos con Rusia, sobre las alianzas formales. Amedrenta a sus vecinos al avivar disputas territoriales con una mentalidad resumida por el exministro de Relaciones Exteriores Yang Jiechi, quien dijo sin rodeos a los funcionarios del sudeste asiático en 2010 que “China es un país grande y los demás países son países pequeños, y eso es un hecho”. Trump también ve poco valor en las alianzas y parece decidido a alienar a amigos y vecinos con sus amenazas de absorber Canadá y Groenlandia, y su intención de cambiar el nombre del Golfo de México.
Desde el punto de vista económico, durante mucho tiempo los estadounidenses han criticado a China por poner demasiado énfasis en la manufactura e inundar los mercados mundiales con productos chinos, mientras descuida el estímulo al consumo interno que equilibraría su economía y su comercio. Pero, al igual que Xi, los líderes del movimiento MAGA consideran que la manufactura es noble y que la globalización convierte a los estadounidenses en consumidores pasivos.
Los sistemas políticos estadounidense y chino son, por supuesto, fundamentalmente diferentes en su esencia. Pero nuestra política nacional se asemeja cada vez más a la de China, a medida que el gobierno de Trump socava los derechos constitucionales básicos y el proceso judicial, y paraliza la libertad de expresión y de protesta.
Por muy diferentes que sean Estados Unidos y China, unas condiciones nacionales profundamente similares impulsan esta convergencia.
China se apoyó en el modelo estadounidense para reconstruirse industrialmente y alcanzar a Occidente. Hoy, es Estados Unidos quien está preocupado por quedarse atrás. A la gente de ambos países le preocupa que la inteligencia artificial y la automatización nos quiten puestos de trabajo y cambien nuestra forma de trabajar, vivir e interactuar como sociedad. Muchos jóvenes desilusionados en ambos países se sienten excluidos de las economías de sus naciones y se preguntan qué sentido tiene perseguir una carrera profesional.
Como era de esperar, estos desafíos compartidos conducen a soluciones políticas igualmente populistas. Para Xi, es el Sueño Chino, su visión patriótica de una China restaurada a su antigua prosperidad y poder. Trump ha utilizado su contraparte, “Make America Great Again” (Hagamos a Estados Unidos grande de nuevo), para obtener dos victorias electorales.
Gran parte de lo que hace China es digno de respeto. Su gobierno implementa políticas industriales con visión a futuro de forma habitual. Le presenta proactivamente a su pueblo las nuevas tecnologías, como la inteligencia artificial, como fuerzas positivas, al introducirlas de forma que beneficien al público, como en la educación y la salud. China está implementando una transición agresiva hacia las energías renovables, y las nuevas estimaciones indican que sus emisiones de gases de efecto invernadero —las más altas del mundo— han empezado a descender por primera vez. China tiene ciudades limpias, seguras, eficientes y de alta tecnología, unidas por autopistas inmaculadas y una red ferroviaria de última generación. La financiación y la inversión públicas fluyen hacia la educación, la ciencia y la tecnología.
Es natural que los estadounidenses que desean un futuro mejor se fijen, aunque sea a regañadientes, en lo que ha conseguido China. Sin duda, los dirigentes de Pekín no tienen una democracia desorganizada que se interponga en sus planes, pero esa no es la única razón del éxito de China. También se debe a la previsión estratégica, a la inversión en el futuro, a un sentido de enfoque nacional y de unidad —no de división— que proviene desde arriba y de millones de personas que trabajan duro para levantar el país. China siguió el ejemplo de Estados Unidos, pero se ciñó a sus propios sistemas y se mantuvo centrada en satisfacer las necesidades básicas de su población.
Estados Unidos puede y debe considerar la adopción de algunas de las medidas que han funcionado en China, como la transición a las energías renovables; la revitalización de la política industrial; el apoyo a la ciencia, la investigación y la educación; la reinversión en infraestructuras, vivienda y ciudades seguras, y, sobre todo, tener un sentido de propósito colectivo que conduzca a la fortaleza nacional.
En lugar de eso, el gobierno de Trump socava o recorta la financiación de aspectos fundamentales como la seguridad pública, las infraestructuras, la educación, la investigación científica, la energía limpia y la fabricación de semiconductores, al tiempo que aviva las divisiones políticas.
Podemos aprender de China, pero debemos encontrar la forma de hacerlo funcionar sin perder la fidelidad a nuestros principios fundacionales. De lo contrario, cuando se disipe el humo de la era Trump, puede que Estados Unidos no sea “grande de nuevo”, sino más débil. Y habremos descubierto que el alumno se ha convertido en maestro.
The New York Times