Condenados a entendernos
José Luis Taveras
Dejamos de ser aquella comarca sometida a viejos patrones. Cada día nos alejamos de lo que fuimos. El cambio de los tiempos nos ha cambiado socialmente. De aquella comunidad acatada, rural y analfabeta no quedan ni nostalgias. La ciudad se mudó al campo con sus bancas, motoconchos, recargas, moteles y delíveris. Las campesinas ya no huelen a jabón de cuaba; ahora salen en Instagram y bailan dembow.
Para bien o para mal, somos otros. Tratamos de convivir en la diversidad y nos cuesta acostumbrarnos. Ya la tradición o la cultura no nos igualan. Entramos así a una nueva convivencia agrietada por los choques de generaciones.
La transición será difícil. Lo primero es derrotar el concepto de que la razón tiene dueños y luego entender que la de cada uno no es la de todos. Asumir esas premisas es un duelo para una sociedad de trazos autoritarios. La diversidad nos da vértigo. Es difícil aceptar que haya otros relatos de la realidad distintos a los que nos enseñaron.
Antes, el abordaje era muy básico; se reconocían los valores públicos y privados en una relación vertical de gobernantes, elites y gobernados. Esos mundos estancos hoy están dominados por tendencias cruzadas de distintos intereses. El mapa social se fragmenta en grupos cada vez más menudos y diversos que demandan atenciones, derechos y espacios. Las llamadas minorías se centuplican y la verdad se quiebra en trozos. Los centros de autoridad, controlados por las mismas mentalidades, perdieron vigencia. No solo somos más, sino distintos, lo que hace complejas las decisiones colectivas. La construcción de consensos es, en ese contexto, una carrera empinada.
Ya los grupos no solo nacen de las típicas disyunciones (como las basadas en el color, el grado social, el sexo o la religión), sino de ideologías emergentes vinculadas a otros valores: ciudadanía, identidad, género y generaciones. En tanto más abiertas sean las sociedades a la cultura global, más heterogéneas y conflictivas serán sus relaciones y perspectivas. Ahora nos cuesta educarnos en nuestras diferencias, que son muchas y profundas. Ya sentimos las tensiones de los desacuerdos. Pero debemos encontrar puntos que nos afecten indistintamente, y hay muchos en una sociedad de desatenciones acumuladas. Es un buen punto para comenzar…
La tendencia de las sociedades ante la diversidad es recogerse en sus razones y empuñar la intolerancia como escudo defensivo. La historia confirma esa verdad, que ha tenido en el tiempo distintos nombres y pretextos: cristianismo, herejía, brujería, protestantismo, negrismo, comunismo, judaísmo, populismo y otros «ismos» perseguidos o aniquilados de distintas maneras; la misma marca en el negro relato de la intolerancia.
Las sociedades reaccionan inmunológicamente con dos potentes antivirus: los estereotipos y la descalificación. Los primeros son percepciones o creencias prejuiciosas sin base comprobada sobre gente o ideas. La segunda es la forma de restar valor o mérito a una persona a través de los estereotipos. La descalificación es la manera más rápida de sacar a las ideas del debate. Cuando una sociedad no tiene recursos de discusión, apela a los prejuicios para decapitar razones. Entonces lo que debiera ser un cotejo provechoso de visiones se vuelve un duelo de baratas anulaciones. De esta manera se hace escabroso apartar la ofensa de la opinión; lo subjetivo de lo razonable.
La libre expresión en un medio tan atrincherado se enrarece. Y es que es incómodo encasillar a quien tiene la libertad como vocación o decisión de vida. La creencia corriente es aceptar el discurso de la mayoría. Pensar con criterios propios desafía la predecible imaginación de los que viven de las censuras; los confunde, los inquieta. Es como dar con una pieza contrahecha en un rompecabezas.
Nací y crecí en una comarca de granjeros. Mis tíos fueron pioneros de la avicultura en el país. Una de las faenas más pesarosas era la vacunación de los pollitos bebés. El proceso era inhumano; suponía tomar manualmente diez mil pollitos y someterlos a tres operaciones seguidas: quemar sus piquitos en una barra incandescente; echarles, con precisión quirúrgica, una vacuna antiviruela en los ojitos; y, finalmente, inyectarles un antibiótico debajo de una de las alitas. La vacunación tomaba tres días con descansos muy constreñidos. La fatiga era tal que en ocasiones uno percibía el entorno como a través de un filtro amarillento. La ilusión visual duraba días. Para quebrar el tedio de la faena, mis primos tomaban algunos de los pollitos «desechables» (enfermizos, accidentados o no viables) y los tintaban de betún con un cepillo dental. Cuando ya estaban totalmente marrones o negros, los soltaban en la granja. La reacción de los demás era picarlos hasta el linchamiento. Esa sádica travesura dejó en mi conciencia una perdurable lección de vida: ¡el precio de ser diferente! La sociedad de hoy me recuerda esa granja. La gente nos quiere «normal» hasta el punto de imponer lo que debemos ser o hacer dentro de las líneas, marcos y expresiones convencionales.
Para ser alguien hay que abanderarse o dejarse etiquetar, so pena de diluirse en el ostracismo. Cualquier resistencia es sospechosa, ya que una sociedad acostumbrada al blanco y negro pierde la vista con el color. Por eso el juicio público es severamente dicotómico: estás de un lado o del otro. El problema asoma cuando no se está en ninguno, entonces se sufre el ataque de los dos lados: los negros te ven como un blanco y los blancos como un maldito negro. Lo más cómodo para algunos es jugar al péndulo según soplen las conveniencias.
Las ideas son raptadas por los prejuicios y el debate se hace insustancial. Escuchar radio, ver televisión o entrar a las redes es sofocante. El discurso más aparatoso es el del insulto, arma que hoy se tiene como derecho de última generación. Hay una violencia verbal que nos divide. He leído diatribas hasta por el color de una bandera.
Defender una posición con argumentos no significa que estemos transando con «el enemigo». Es la manera racional de cimentar entendimientos humanos. Creo que nos llegó el momento de callar para escuchar: quizás nos demos cuenta de que eso era lo único que nos separaba. El estorbo puede ser nuestra propia voz. A veces, cuando callamos hablamos más alto.
El mapa social se fragmenta en grupos cada vez más menudos y diversos que demandan atenciones, derechos y espacios. Las llamadas minorías se centuplican y la verdad se quiebra en trozos. Los centros de autoridad, controlados por las mismas mentalidades, perdieron vigencia. No solo somos más, sino distintos, lo que hace complejas las decisiones colectivas.
Diario Libre