Constitucionalismo y empresa privada

Flavio Darío Espinal

Hasta tiempos recientes predominaba el criterio de que lo público y lo privado eran esferas separadas y diferenciadas, cada una con su propia lógica de funcionamiento: la primera como espacio para realizar los procesos políticos y atender los asuntos de interés general, en tanto la segunda como espacio para la búsqueda del interés privado y el bienestar individual. En este esquema, la estructuración y funcionamiento de la empresa privada estaba poco expuesta a las demandas propias de la esfera pública, tales como transparencia, rendición de cuentas, frenos y contrapesos, reconocimiento de derechos, entre otros, a no ser que se tratase de reclamos laborales que necesariamente surgían –surgen- en el contexto de las relaciones entre empleadores y empleados o patronos y trabajadores como solía decirse. Si el clima laboral era más o menos armónico la empresa no tenía que responder a ningún otro tipo de cuestionamientos o reclamos que no fueran los propios de las relaciones entre socios o entre estos y terceros en sus relaciones de negocios.

Esta realidad ha ido cambiado significativamente. La toma de conciencia por parte de la dirección empresarial, especialmente en las empresas más grandes, de que estas no podían mantenerse indiferentes a los problemas de su entorno social dio lugar al surgimiento de la noción de responsabilidad social corporativa que ha servido de base para emprender iniciativas en apoyo de sectores vulnerables, el medio ambiente y las comunidades adyacentes donde operan las empresas. Una mezcla de altruismo con la necesidad de lograr legitimidad social de las empresas han servido de motivación para acciones de este tipo.

Más adelante se incorpora un enfoque mucho más orgánico y operacional, esto es, la noción de gobierno corporativo como base de sustentación de un nuevo tipo de gestión empresarial que procura, ante las demandas de sectores relevantes dentro y fuera de la empresa, superar esquemas poco transparentes, excesivamente centralizadores y carentes de contrapesos en la toma de decisiones. El sector financiero ha sido particularmente impactado por esta nueva corriente de pensamiento por tratarse de una actividad que se sustenta en la captación de recursos del público –dinero ajeno- para ser usados por otros en la actividad de intermediación para otorgar préstamos o colocar esos fondos en determinados instrumentos financieros, públicos o privados. Poco a poco fue calando la idea de que era necesario regular no solo la actividad de intermediación financiera estrictamente hablando sino también la estructura de gobierno de las entidades que llevan a cabo esa intermediación para garantizar un ejercicio cada vez más responsable e idóneo de una actividad tan sensible no solo para los depositantes sino también para el sistema económico en general.

La noción de gobierno corporativo comienza a expandirse a otros ámbitos de la actividad económica pero todavía de manera muy lenta, aunque es de preverse que con el paso del tiempo la regulación sobre esta dimensión de la actividad empresarial llegue también a otros sectores de la economía, o que estos lleven a cabo una labor incremental de autorregulación con miras a transformar sus esquemas tradicionales de gobierno corporativo. Esto ha empezado tímidamente en empresas grandes y complejas pero es de esperarse que esta dinámica de transformación empresarial impacte también otros tipos de empresas o de asociaciones productivas.

En tiempos más recientes las empresas comienzan a ser impactadas por demandas de otro tipo que en otras épocas eran exclusivas de la esfera pública. Esto es, las empresas hoy día no pueden permanecer ajenas a las demandas de igualdad, inclusión, no discriminación y respeto a la dignidad y los derechos de las personas, lo que implica no solo adoptar códigos de conducta y políticas formales, sino también cambiar la cultura institucional de las empresas para que estos principios y valores se hagan realidad. Por supuesto, procesos similares están impactando también otros ámbitos como escuelas, universidades, clubes sociales, centros de diversión, para solo mencionar algunos ejemplos. En otras sociedades, estos reclamos en el entorno empresarial han dado lugar a procesos litigiosos que, más temprano que tarde, llegarán también a nuestro medio si nuestras empresas no se preparan para dar respuestas a esta nueva realidad.

Aquí entra en juego el constitucionalismo y su relación con la empresa privada. Si bien es cierto que lo constitucional en la tradición liberal-democrática fue concebido para ordenar la esfera pública –la participación popular en el ejercicio de su soberanía, la división del poder, los frenos y contrapesos, el reconocimiento de los derechos de las personas, la transparencia, rendición de cuentas y la responsabilidad de los gobernantes por sus actuaciones, entre otros aspectos-, no menos cierto es que muchos de los ejes fundamentales del constitucionalismo tienen una enorme relevancia para repensar las formas de estructuración del gobierno corporativo, las relaciones interpersonales al interior de las empresas y la relación de estas con los llamados stakeholders y con la comunidad en general.

Esto no implica desnaturalizar la función de la empresa privada en una economía de mercado que se sustenta en la propiedad privada, la libre empresa y la competencia –principios y derechos reconocidos por la Constitución-, sino más bien hacer de la empresa un espacio que, manteniendo su razón de ser y su fisonomía propia, armonice con los valores asentados del constitucionalismo en lo que concierne al respeto de la dignidad humana, la igualdad, la no discriminación y la tolerancia a la diferencias de creencias, orientación sexual y modos de cada quien perseguir su propia felicidad sin menoscabo de los derechos de los demás.

En una sociedad democrática y pluralista, la Constitución es el eje articulador de todos sus integrantes en un contexto de diversidad y heterogeneidad. Ella expresa el “consenso entrecruzado” del que habló John Rawls ante la imposibilidad de que una determinada creencia, visión ideológica o concepción “de lo bueno” se imponga sobre las demás. En otras palabras, todas las esferas y dimensiones de la sociedad deben estar permeadas por la Constitución –sus principios, valores y normas-, incluyendo la empresa privada. Esta está llamada a nutrirse de los valores constitucionales para responder con idoneidad y pertinencia a los reclamos de cambios en lo que respecta tanto a su forma de estructurar su gobernabilidad interna como a las expectativas y demandas de los múltiples sectores que interactúan con ella en un contexto social de rápida y, a veces, radical transformación.

Las empresas hoy día no pueden permanecer ajenas a las demandas de igualdad, inclusión, no discriminación y respeto a la dignidad y los derechos de las personas, lo que implica no solo adoptar códigos de conducta y políticas formales, sino también cambiar la cultura institucional de las empresas para que estos principios y valores se hagan realidad.

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