Crisis del desarrollo

Margarita Cedeño

En el mundo pospandemia, la palabra “desarrollo” parece haber perdido su brújula. No porque los desafíos hayan desaparecido, sino porque los referentes y las rutas que tradicionalmente guiaban a los países hacia el desarrollo integral, sea económico, social o institucional, están hoy profundamente desdibujados. Nos enfrentamos a una crisis del desarrollo, no solo por la fragilidad de las economías o el retroceso en indicadores sociales, sino por el colapso del consenso global sobre cómo se debe alcanzar el bienestar colectivo.

Históricamente, los organismos multilaterales como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional o el propio sistema de Naciones Unidas han sido los portadores de marcos conceptuales que definían qué es el desarrollo, cómo medirlo y qué hacer para alcanzarlo. Sin embargo, estos organismos atraviesan una crisis de legitimidad y de eficacia. Incapaces de adaptarse con agilidad a las nuevas dinámicas geopolíticas, tecnológicas y ambientales, su rol se ha debilitado en la definición de hojas de ruta globales. Ya no son los faros del progreso que fueron en el siglo XX.

Paralelamente, los grandes bloques políticos y económicos del mundo, como Estados Unidos y la Unión Europea, han girado el timón de sus prioridades. La política exterior de las potencias ha pasado del fomento del desarrollo al manejo del conflicto. Hoy, Washington y Bruselas están más centrados en evitar guerras, contener el ascenso de potencias rivales, lidiar con amenazas cibernéticas o resolver tensiones energéticas y migratorias. La política de cooperación ha pasado a segundo plano, arrastrando consigo las antiguas promesas de una globalización solidaria.

Este cambio también ha impactado el paradigma de la cooperación internacional. La ayuda extranjera directa, que en décadas pasadas estaba ligada a estrategias de desarrollo, fortalecimiento institucional y reducción de la pobreza, ha sido sustituida en muchos casos por ayudas condicionadas, inversiones estratégicas o acciones cortoplacistas. Incluso la Agenda 2030 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible parece cada vez más lejana, fragmentada y vulnerable frente a los intereses de corto plazo.

Quienes más sufren esta orfandad conceptual y política son los países en vías de desarrollo atrapados en lo que la literatura económica denomina “la trampa del ingreso medio”. Según Gill y Kharas (2007), los países que logran salir de la pobreza pero no alcanzan niveles sostenidos de innovación, competitividad y calidad institucional, tienden a estancarse y no logran convertirse en economías avanzadas. Dani Rodrik y otros académicos han advertido sobre la necesidad de un “impulso adicional”, una combinación de políticas públicas activas, inversión en capacidades productivas y reformas estructurales que permitan dar el salto definitivo. Pero ese salto hoy carece del entorno internacional que, en otras épocas, ayudaba a empujar.

El desarrollo ya no puede darse por inercia ni por imitación. El modelo asiático, la receta neoliberal o el enfoque asistencialista del siglo XX ya no ofrecen respuestas suficientes. En este contexto, se hace urgente redefinir qué significa desarrollarse en el siglo XXI y, sobre todo, cómo hacerlo en un mundo marcado por la incertidumbre, la fragmentación y la competencia.

Esta es la hora de un nuevo acuerdo global, de una agenda de desarrollo común que respete las particularidades locales pero construya propósitos compartidos. Una agenda que ponga en el centro la equidad, la sostenibilidad y la resiliencia. Que reconozca que el crecimiento económico sin justicia social es frágil, y que el progreso tecnológico sin cohesión institucional es inestable.

No se trata de volver al viejo orden, sino de imaginar uno nuevo. Pero para eso, el mundo necesita liderazgos con visión, instituciones reformadas y, sobre todo, voluntad política para hacer del desarrollo un destino compartido, no un privilegio de unos pocos.

Listín Diario

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