Cuando «josear» es una profesión

José Luis Taveras

Las pericias del dominicano para «conseguir el diario» son tan ingeniosas como coloridas. Como buen «tíguere», consume su vida haciéndoles piruetas a los aprietos. Conoce las mil maneras para «hacer los chelitos». En esa rutina es un acróbata existencial: sortea las obligaciones, aplaza los compromisos, se le esconde a los pagos, pero no les pierde el ojo a las oportunidades más escondidas. Las premuras lo han curtido como emprendedor instintivo. Y es que el reto del malvivir lo acata con la misma naturalidad con la que suelta una risotada.

En nuestra cultura de apuros a eso le llaman «buscársela». El dominicano parece que nació para «josear», esa vaina que en el español caribeño significa «buscársela» y que según fuentes viene del inglés hustle (buscarse la vida).

Tal propensión siempre ha marcado su ingenio. Recuerdo que a principios de los noventa, y antes de que se construyeran los túneles y elevados de Santo Domingo, el más diverso comercio ambulatorio solía atrincherarse en las intersecciones de las principales avenidas. Entre la 27 de Febrero y la Abraham Lincoln se instalaba una horda de vendedores. Parecían hienas frenéticas. No bien detenías la marcha del vehículo, te asaltaban en turba con la orden de bajar los cristales como si se tratara de una inspección militar. Era un riesgo fingir no verlos porque si los ignorabas descargaban toda la mercancía en el bonete o bloqueaban el paso con sus cuerpos en simulada actitud suicida. En cambio, si bajabas el cristal, te dejaban caer parte de los artículos en el asiento o entre las piernas.

Un solo vendedor cargaba en sus manos antenitas parabólicas, pollitos vivos de colores, cajas de chicles, baterías, desodorantes, perfumadores ambientales, encendedores, cigarrillos, paños de lavado, flores, condones, forros de guías, galletas, frutas y perros de «raza». Cuando intentabas devolverle la mercancía, ensombrecían la expresión mientras improvisaban su melodrama. Los más aparatosos, para rematar, dejaban caer esta declaración: «Es más, don: llévesela, llévesela… y no me la pague, que Dios me lo dará de cualquier manera». Todo ese montaje era ejecutado entre uno y otro cambio de luz del semáforo. Terminabas comprándoles o comprándoles, para salir del acoso… o de la culpa.

Un día, conduciendo de este a oeste por la 27 de Febrero, me enfilé en el carril izquierdo de la vía para hacer un giro de retorno. A pocos metros, en la isleta de la avenida, vi a un hombre con una bata médica que cargaba un esfigmómetro y un estetoscopio. Presumí que trabajaba en alguna campaña de Salud Pública. Cuando puse en marcha el carro con la intención de acercarme al «galeno», antes de bajar el cristal ya lo tenía al frente con este pregón: «Presión, presión, presión, a dos pesos». «¿Qué, qué?…», pregunté, confundido. «Que tomo la presión arterial en su carro por solo dos pesitos», voceó mientras envolvía mi brazo izquierdo con el brazalete inflable del aparato. Era tarde para resistirme, cuando ya sentía el bombeo de aire que apretaba mi brazo izquierdo. Me mandó a callar mientras lo hacía. Fui su improvisado «paciente» entre el bullicio ambiental y el calor calcinante de ese verano. Con el cambio de luz a verde, los vehículos de atrás empezaron a dar bocinazos. Mi «médico», imperturbable, les hacía señales de espera mientras fingía afinar la «auscultación». Cuando los insultos eran intolerables, tuve que poner en marcha el vehículo mientras él seguía atado a mi brazo a través del aparato. Casi al cruzar la intersección logró desprenderse, cayendo rudamente en el pavimento; ya en el piso, se sobrepuso para vocearme a todo pulmón: «Esa presión está mejor que la de un niño»; le tiré el dinero.

El «joseo» tampoco respeta el ambiente laboral. Así, cuando se quiebra la barrera del trato jerárquico aparecen los «problemitas», esos que «como saber que hay un Dios en el cielo mi patroncito me va a ayudar»: una recetita médica, un alquiler vencido, una cirugía imprevista, los libros de los muchachos. La petición viene envasada en una fórmula ya patentada: «Cuando usted pueda, jefe, tengo que tratarle un asuntito». Si pasan los días sin respuesta, la solicitud se repite en un tono más recogido: «Patrón, recuerde el asuntito que le hablé». Llegado el momento, la confesión se tantea con todos los rodeos y en un discurso cuidadosamente solapado se dice entonces lo que se quiere: «Lo que usted pueda, cualquier cosita…».

El dominicano es un héroe en la antología de las penurias. Salir hacia adelante no espera mejores tiempos; es un apremio de cada día, por eso no repara en las circunstancias. En el arte de «josear» es un actor de primer reparto. La sonrisa del día no la estrena el sol, nace en la cara del chinero, del parqueador, del mensajero o del conserje. Gente que guarda el primer saludo de la mañana.

Amo a mi gente. Me gusta cómo engaña a los problemas. Somos un pueblo fácil, ligero y feliz, que hace y desbarata la vida a su manera; que canta en su dolor sin perder la sonrisa. Así, no hay mejor aliento que sentir el inesperado golpe en el hombro dado con el ímpetu del mejor poema dominicano: «Tranquilo, mi heeermano, que uté no ta solo».

Diario Libre

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