Cuando la lluvia nos pone a prueba
Por Gilka Meléndez
Otra vez, la lluvia. Otra vez las calles convertidas en ríos, los barrios anegados, las familias rescatando colchones, y los niños y las niñas de los barrios vulnerables mirando cómo el agua borra sus cuadernos. Y de nuevo, la pregunta que duele: ¿por qué seguimos viviendo el mismo desastre como si fuera inevitable?
No es solo la furia del clima. Es también el reflejo de una cultura que ha aprendido a reaccionar ante la emergencia, como legado e historia de nuestra ciudad, o más bien país. Cada tormenta nos recuerda lo que no hicimos: los drenajes que no se limpiaron, los cauces que se llenaron de basura y olvido, las riberas donde el cemento avanzó sin medir los límites que la naturaleza impone.
Pero más allá de los datos y los informes, están los rostros: la mujer que no pudo salir a vender frutas, el motoconchista que no logró cruzar la calle, las madres y padres que pasan la noche en vela mirando cómo el agua sube dentro de su casa. Ellos son la República Dominicana invisible: la que vive del día a día, la que no tiene ahorro ni seguro, la que depende de que el sol salga para poder alimentarse.
Cuando las aguas suben, no se pierden objetos; se pierde el sustento. Y con él, la calma. Porque la pobreza no solamente mide lo que se tiene, sino lo que se teme perder. Para muchos, una lluvia fuerte basta para desbaratar la rutina y convertir la esperanza en incertidumbre.
Después, el país vuelve a secarse. Los titulares cambian, los camiones recogen los restos, los caminos se despejan. Pero en la mente de quienes lo vivieron, el agua sigue ahí. La casa que se inundó no es la misma cuando el suelo se seca. Hay un duelo que no siempre se ve: la sensación de desarraigo, de haber sido arrancado de lo propio. Y esas heridas —de miedo, ansiedad, impotencia— rara vez entran en los presupuestos de emergencia.
A veces basta mirar los ojos de una madre, o un padre, al volver a su casa anegada para entender que el desastre no termina cuando baja el agua. De nuevo empieza.
Aunque nadie puede controlar la cantidad de lluvia que cae, sí podemos influir en la forma en que el territorio la recibe. La diferencia entre una tormenta y una tragedia no está en el cielo, sino en el suelo. Los drenajes limpios, los cauces naturales preservados, la reforestación de las laderas y los suelos permeables determinan cuánta agua absorbe la tierra y cuánta se desborda. La gestión del riesgo no consiste en detener la lluvia, sino en preparar el entorno para convivir con ella. Por eso, cada árbol sembrado, cada canal desobstruido y cada planificación urbana responsable son también formas de proteger el entorno.
Y mientras el mundo debate sobre el cambio climático, el Caribe lo vive. Las lluvias más intensas, los huracanes más fuertes, los días más calurosos ya no son advertencias: son realidades. El mar sube, las costas retroceden, los suelos se saturan. Los científicos lo llaman variabilidad climática; la gente lo llama vida en riesgo.
Frente a eso, la verdadera prevención no está solo en los planes oficiales. Está en cada gesto cotidiano: en limpiar un tragante antes de que llueva, en no lanzar basura al río, en respetar la ribera natural, y muchos etcéteras. Prevenir no siempre requiere presupuesto, pero sí conciencia.
La resiliencia empieza en lo pequeño: en el vecino que ayuda a levantar una cama, en la comunidad que comparte lo poco, en la escuela que enseña a protegerse, en el ciudadano que entiende que cuidar el entorno también es cuidar su vida.
Cada tormenta también revela nuestra capacidad de solidaridad, de salir a rescatar. Esa es la parte luminosa de la tragedia: cuando el agua, aunque sea por un instante, nos recuerda que somos vulnerables… pero también capaces de aprender a prevenir, con responsabilidad, empatía y memoria. ¡Cuando llueve nos mojamos todos!

