Cuando las guerras culturales llegaron al cuidado de los perros

Por Alicia P.Q. Wittmeyer

The New York Times

Wittmeyer es editora de la sección de Opinión.

Si tienes un perro y alguna vez has buscado en internet consejos para su cuidado, es muy probable que hayas dado con Zak George.

George, un hombre de 45 años con 3,69 millones de seguidores en YouTube y la energía un poco bobalicona e hiperactiva de un doodle mestizo, es el adiestrador de perros más popular de la plataforma. Es el más popular por mucho: César Millán, conocido como “el encantador de perros”, tiene 2,71 millones de seguidores. Los que intentan ridiculizar a George, y hay muchos, suelen decir que hace mucho dejó de ser un adiestrador de perros para convertirse en un influencer o influente canino.

Desde hace años, veo los videos de George; los reproducía como ruido de fondo mientras lavaba los platos o doblaba la ropa. He visto cómo trabajaba con perros rescatados sin ningún adiestramiento con el fin de prepararlos para nuevos hogares. Vi cómo recorría Estados Unidos en una casa rodante, acompañado de sus dos perros y su esposa. De vez en cuando, había indicios de que tenía cosas más importantes en mente: como en los videos en los que decía que la industria del adiestramiento canino necesitaba enfrentarse a su “misoginia”, por mencionar un ejemplo. Pero la mayor parte de su contenido consistía en entrenar a sus perros: Inertia, una border collie blanco y negro, y Veronica, una perrita mestiza rescatada con una mordida prognata adorable.

Entonces, el año pasado por estas fechas, vi con estupefacción cómo George empezaba a arremeter contra un método de adiestramiento canino conocido como “adiestramiento equilibrado” (más adelante explicaré lo que es). En un video tras otro, declaraba que la industria del adiestramiento canino había llegado a un punto de inflexión y que era momento de ajustar cuentas con los profesionales que adiestran con lo que se denomina aversivos; es decir, herramientas que causan incomodidad al perro.

Los videos lograron su objetivo: suscitaron una respuesta. Pero no fue una respuesta cualquiera. La sección de comentarios se llenó de debates sobre “los idiotas con conciencia social” en el adiestramiento canino. “Los extremistas se apoderan del adiestramiento canino”, dijo un adiestrador, calificando el adiestramiento sin métodos coercitivos, el movimiento antiaversivo del que George es sin duda el rostro más prominente, como una “ideología” y una “secta” con una “agenda radicalizada”, un lenguaje que me resultaba terriblemente familiar.

Incluso antes de esto, había visto una que otra publicación en Instagram de un adiestrador que utilizaba terminología que parecía sacada de otro contexto: me había detenido en varias publicaciones que aplicaban el término “consentimiento” a los perros, como si debiéramos obtener su consentimiento antes de acariciarlos. En algunos casos, el vocabulario del adiestrador parecía sacado de lugares aún más lejanos: “No proyectaré conceptos coloniales, capitalistas ni patriarcales en mi perro”, se leía en una publicación, entre consejos sobre la reactividad a la correa y la ansiedad por separación; “no le apliques gaslighting a tu perro”, exhortaba otra publicación.

Pero la serie de videos de George pareció acelerar el proceso que se había iniciado en esos mensajes. “Parece que el adiestramiento canino se ha convertido en un objetivo más de la comunidad que afirma tener conciencia social”, escribió un usuario de YouTube. “Esta es la misma gente que tiene perros con ‘género fluido’”, escribió otro, una afirmación que me hizo gracia y que luego pasé demasiado tiempo intentando analizar. (¿Cuál es la expresión de género estándar en los perros?) Vi un video en el que un adiestrador se refería al “adiestramiento canino de extrema izquierda”, lo que no debería haber tenido sentido, salvo que, en ese momento, yo ya sabía a qué se refería.

En la mayoría de los casos, no vi que nadie cuestionara esta confusa red de asociaciones; cuando encontraba comentaristas que compartían mi perplejidad, hacía una captura de pantalla con alivio. “La gente intenta mezclar su política antiliberal con el adiestramiento de perros”, publicó un usuario de YouTube llamado Bar. “Es muy raro”, concluía.

Claro está que sería tonto decir que los perros no pueden ser políticos: cualquiera que haya visto fotografías de pastores alemanes en marchas por los derechos civiles debería darse cuenta de que sí pueden.

Pero lo que ocurría aquí parecía diferente. La introducción de este tipo de lenguaje en un tema tan lejano parecía la apoteosis de algo. Cuando les describía a mis amigos lo que había visto, solía provocar una combinación visceral de hartazgo y desesperación (“Creo que odio saber esto”, decía uno; “Nos merecemos el cambio climático”, comentó otro). Eran las últimas fases de las guerras culturales, quizás en declive, pero aún con vida suficiente para estallar e incendiar territorios nuevos e inesperados, como el de los perros.

En la superficie, la controversia en la que George se metió se centraba en un debate añejo: ¿hay que causarle una incomodidad física a los perros para cambiar su comportamiento?

El adiestramiento libre de coerción —o adiestramiento de refuerzo positivo, como suele llamársele— en términos muy simples rechaza el uso de castigos físicos, que se conocen como correctivos. En lugar de entrenar a los perros mediante castigos por el mal comportamiento, se premia el buen comportamiento: por ejemplo, un perro que se sienta paciente en su cama mientras sus dueños cenan debe recibir un montón de premios.

Hoy en día, pocos adiestradores se opondrían a la idea de reforzar positivamente un comportamiento que nos gusta. Donde las cosas se ponen más polémicas es en qué hacer con los comportamientos que no nos gustan.

Los defensores del adiestramiento con refuerzo positivo afirman que el mal comportamiento se detiene mediante una combinación de medidas de control (correr las cortinas en el caso de un perro que no deja de ladrar a los transeúntes) y el refuerzo de comportamientos alternativos que se prefieren (dar premios para recompensar los momentos en los que no ladra). Por otra parte, un adiestrador equilibrado podría sugerir un collar antiladridos, un dispositivo que emite un estímulo negativo, como una descarga o un sonido agudo, cada vez que el perro se vuelve reactivo.

Quienes abogan por poner fin a los castigos dicen, en el mejor de los casos, que son innecesarios y carentes de ética y, en el peor, que pueden tener consecuencias no deseadas: un perro castigado puede volverse más temeroso y, por ende, más propenso a la agresión. Quienes afirman que los correctivos tienen su razón de ser dicen que el adiestramiento positivo prioriza demasiado a menudo la comodidad del perro sobre la del dueño y que, en casos extremos, herramientas como los collares de castigo, ya sean eléctricos o de púas, son la única forma de tratar a perros que, de otro modo, serían sacrificados por su agresividad. Los adiestradores positivos cuentan con el respaldo de organizaciones como la Sociedad Veterinaria Estadounidense de Comportamiento Animal; los adiestradores equilibrados rechazan estas organizaciones por considerarlas contrarias a su experiencia en el mundo real.

Todo esto es un terreno sensible y puede dar lugar a una discusión tensa. Pero aún no me parecía suficiente para explicar cómo, en un mundo ya inundado de jerga política, los métodos de adiestramiento canino se habían convertido aparentemente en otro significante más.

¿Era una mera coincidencia que tantos adiestradores equilibrados parecieran ser hombres con camisas muy pegadas al cuerpo que entrenaban pastores belgas malinois en deportes de protección? ¿Por qué los adiestradores positivos parecían publicar tan a menudo sobre salud mental (canina y humana) y por qué tantos adiestradores equilibrados se quejaban de que los perros estaban sobremedicados? ¿Por qué tantos adiestradores positivos hablan de atenerse a la ciencia y tantos adiestradores equilibrados hablan de que la ciencia tiene motivaciones ocultas? Cada una de estas preguntas, por separado, tenía una explicación. En conjunto, conseguían trazar las líneas de batalla de las guerras culturales con una precisión inquietante.

The New York Times

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