Cumbre de las Américas en RD: ¿oportunidad histórica o ritual diplomático?

Por Manuel Jiménez V

Desde diciembre de 1994, Estados Unidos asumió la responsabilidad de convocar, cada cinco años, una Cumbre de las Américas, concebida como un foro de alto nivel para discutir iniciativas de impacto regional en áreas como integración comercial, desarrollo social, fortalecimiento democrático, medio ambiente y cooperación.

La primera de estas cumbres, celebrada en Miami bajo el liderazgo del entonces presidente Bill Clinton, reunió a 34 jefes de Estado y de Gobierno del continente, entre ellos el dominicano Joaquín Balaguer, cuya presencia, en su momento, generó controversia dentro y fuera del país.

Aquel encuentro fue enfático en declarar que solo asistirían “presidentes democráticamente electos”. Sin embargo, en 1994, República Dominicana vivía un clima de cuestionamientos electorales. La reciente reelección de Balaguer había sido objeto de fuertes críticas por parte de la oposición, encabezada por el Partido Revolucionario Dominicano (PRD), que alegaba irregularidades en el proceso.

A pesar de ello, Balaguer no solo asistió, sino que se destacó como una figura influyente en el cónclave, ganándose incluso la atención especial del presidente Clinton y del mandatario argentino Carlos Menem. Fue un ejemplo claro de cómo la veteranía política del líder reformista lograba imponerse en escenarios de gran relevancia internacional.

Tuve la oportunidad de asistir, en calidad de periodista, a las primeras cuatro ediciones de estas cumbres —Miami (1994), Santiago de Chile (1998), Quebec, Canadá (2001) y Mar del Plata, Argentina (2005)—, lo que me permitió observar de primera mano tanto el entusiasmo inicial como los contrastes entre las promesas diplomáticas y la ejecución posterior.

Fue evidente cómo el discurso de integración regional se enfrentaba a las tensiones geopolíticas y a los intereses particulares de los países más influyentes.

Las siguientes cumbres profundizaron la agenda con temas como la creación del ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas), justicia regional, defensa de los derechos humanos e integración institucional. Desde entonces, se han celebrado once cumbres en total —nueve ordinarias y dos extraordinarias—, pero la pregunta persiste: ¿han logrado estos encuentros traducirse en beneficios concretos y sostenibles para los pueblos del continente?

La República Dominicana se prepara ahora para ser sede del próximo encuentro hemisférico, programado para la primera semana de diciembre de 2025, en Punta Cana. Las expectativas son elevadas, pero también lo es la tensión política que rodea el evento.

La región se encuentra sacudida por el endurecimiento de la política migratoria del presidente Donald Trump, la reducción de la cooperación al desarrollo por parte de Washington, la imposición de aranceles unilaterales y la presencia cada vez más visible de buques de guerra de la Armada estadounidense en el Caribe.

Si bien esta presencia ha sido justificada como parte de una lucha contra el narcotráfico, países como Venezuela y Colombia han expresado su preocupación, considerando tales movimientos como una provocación o incluso una forma de intervención velada.

El panorama se complica aún más con la reciente decisión de la Cancillería dominicana de no invitar a mandatarios de países como Venezuela, Cuba y Nicaragua, cuestionados por Estados Unidos y por otras democracias de la región.

Como reacción, los presidentes de México y Colombia han anunciado su ausencia en señal de protesta, lo que podría restar legitimidad o cohesión al encuentro. El principio de inclusión hemisférica vuelve a estar en juego, esta vez con República Dominicana como epicentro de la discordia.

Uno de los temas que no podrá ser evitado es la crisis haitiana. Como país anfitrión y afectado directamente por la inestabilidad de su vecino, República Dominicana ha utilizado cada tribuna internacional para pedir una intervención efectiva de la comunidad internacional.

Sería un error estratégico —y moral— que esta cumbre no coloque el tema de Haití en el centro de la agenda. La omisión de esta problemática comprometería no solo la eficacia del foro, sino también la credibilidad del país como anfitrión comprometido con la estabilidad regional.

Y por supuesto, todas las miradas estarán puestas en si el presidente Donald Trump asistirá o no al evento. Su presencia confirmaría el compromiso de Estados Unidos con la región y con las decisiones que de allí emanen.

Su ausencia, en cambio, representaría un golpe al simbolismo de la cumbre y podría dejar en entredicho cualquier resolución futura. En una coyuntura tan sensible, el liderazgo estadounidense es crucial, no como imposición, sino como actor de diálogo y compromiso real.

En definitiva, esta Cumbre de las Américas representa para la República Dominicana una oportunidad de oro para posicionarse como referente regional, pero también un reto diplomático de gran complejidad.

 La historia ha demostrado que estos encuentros son valiosos solo en la medida en que sus resoluciones se traduzcan en acciones concretas. Si la cita de Punta Cana se limita al protocolo y a los discursos formales, será una ocasión desperdiciada. Pero si logra convertirse en un espacio de compromisos firmes, consensos duraderos y visión estratégica, podrá marcar un antes y un después en la arquitectura política del continente.

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