Cumbres de las Américas: el ideal de la integración frente a la realidad del dominio estadounidense

 Treinta años de promesas de cooperación que, en la práctica, han reafirmado la dependencia política y económica de América Latina

Por Doctor Ramón Ceballo

Desde que en 1994 se celebró en Miami la primera Cumbre de las Américas, bajo el auspicio de Estados Unidos, se instaló la idea de que el continente podría avanzar hacia una integración democrática y económica basada en principios comunes.

Aquella cita marcó el inicio de un ambicioso proyecto: el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), con el cual Washington buscaba extender su modelo económico neoliberal a todo el hemisferio.

El discurso de cooperación que emanó de Miami se presentó como una oportunidad histórica para unir a las naciones del continente. Sin embargo, detrás de la retórica integradora se escondía una agenda que privilegiaba los intereses comerciales y geopolíticos de Estados Unidos.

Las Cumbres, lejos de constituir espacios de equidad, se transformaron en escenarios donde la Casa Blanca ha intentado imponer su visión de desarrollo y gobernanza.

Uno de los momentos más relevantes en la historia de estas cumbres fue la Cumbre de Quebec, celebrada del 20 al 22 de abril de 2001, donde se aprobó la Carta Democrática Interamericana, instrumento político e institucional que buscó fortalecer los valores democráticos, los derechos humanos y la justicia social en la región.

En ese mismo encuentro se adoptó un Plan de Acción Hemisférico, orientado a promover la integración política y económica, el fortalecimiento institucional y la lucha contra la corrupción.

A pesar de su trascendencia formal, la aplicación de la Carta ha sido desigual: se ha utilizado como herramienta de presión política contra gobiernos que desafían la hegemonía estadounidense, mientras se han ignorado rupturas democráticas en países aliados.

Desde 1998, la Organización de los Estados Americanos (OEA) asumió un papel central en la coordinación y seguimiento de las Cumbres de las Américas, creando la Secretaría de Cumbres dentro de su estructura institucional.

Este organismo se encarga de organizar las reuniones ministeriales, articular el diálogo político y dar continuidad a los compromisos adoptados. No obstante, su papel ha sido cuestionado por mantener una dependencia estructural respecto a Washington, tanto en su financiación como en su orientación diplomática.

El proyecto del ALCA, símbolo de la hegemonía estadounidense, fue sepultado en la IV Cumbre de las Américas (Mar del Plata, 2005), cuando líderes como Hugo Chávez, Néstor Kirchner y Luiz Inácio Lula da Silva denunciaron su carácter neocolonial.

Aquel encuentro, centrado en el empleo y la desigualdad, estuvo marcado por la oposición popular a la presencia del presidente George W. Bush. Las protestas masivas y la contracumbre de los pueblos, encabezadas por Chávez y Diego Maradona, simbolizaron la resistencia frente al tutelaje económico del Norte y el viraje político de la región hacia una mayor autonomía.

Uno de los intentos más recientes de renovar la legitimidad del proceso fue la VIII Cumbre de las Américas, celebrada en Lima en 2018, que adoptó el “Compromiso de Lima: Gobernabilidad Democrática frente a la Corrupción”.

El documento estableció lineamientos concretos para prevenir, sancionar y erradicar la corrupción mediante mecanismos de transparencia y rendición de cuentas. Pese a su contenido progresista, el Compromiso de Lima ha tenido escasa implementación práctica, debido a la falta de voluntad política y a los intereses cruzados de los gobiernos participantes.

En la Cumbre de Los Ángeles (2022), el tema central fue la migración. La Declaración sobre Migración y Protección se presentó como un avance en la gestión compartida de las crisis migratorias regionales.

Sin embargo, el texto eludió discutir las causas estructurales de esos desplazamientos: la pobreza, la violencia y la falta de oportunidades generadas, en buena medida, por el propio modelo económico que Estados Unidos ha impulsado en la región.

De nuevo, el resultado fue una declaración más simbólica que transformadora, centrada en el control fronterizo y la seguridad, pero sin atacar las raíces sociales y económicas del fenómeno.

Las Cumbres se presentan como espacios de diálogo entre iguales, pero nunca han sido foros horizontales. Estados Unidos las utiliza para reafirmar su liderazgo político en una región que históricamente considera su “zona de influencia”.

Treinta años después, estos encuentros se han convertido en escenarios donde el discurso de la cooperación encubre una relación profundamente asimétrica: Washington impone los temas, el ritmo y los límites del debate.

Cada exclusión o veto, como los casos de Cuba, Venezuela y Nicaragua, demuestra que las Cumbres no son espacios de pluralidad, sino instrumentos de legitimación selectiva. América Latina, además, asiste dividida, sin estrategia común ni articulación regional.

La fragmentación entre gobiernos progresistas y conservadores ha debilitado la posibilidad de construir una posición autónoma, dejando el terreno libre para que Estados Unidos controle la agenda y el resultado.

En la práctica, las Cumbres han funcionado más como escenografía diplomática que como motor de transformación. Producen documentos impecables en el lenguaje de la cooperación, pero sin mecanismos vinculantes, sin recursos financieros suficientes y sin compromisos verificables.

En cada edición se repiten promesas de desarrollo sostenible, equidad de género y protección ambiental, mientras los problemas estructurales, desigualdad, pobreza, violencia institucional y migración masiva, permanecen intactos.

El contraste entre el discurso y la realidad es evidente: las Cumbres han servido más para consolidar el liderazgo de Estados Unidos que para empoderar a América Latina. Treinta años después, el proceso refleja un continente diverso, fragmentado y dependiente, donde la retórica del diálogo no logra traducirse en soberanía ni equidad.

La verdadera integración continental no nacerá de cumbres convocadas desde el Norte para imponer obediencia, sino de una decisión política colectiva desde el Sur: una América Latina que hable con su propia voz, sin tutelas ni permisos.

Solo cuando los pueblos latinoamericanos construyan mecanismos autónomos de cooperación, independientes de la tutela de Washington, la integración dejará de ser un ideal retórico y se convertirá en una realidad concreta.

Ese será el día en que las Cumbres dejen de servir al poder y comiencen a servir a los pueblos.

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