De la palabra al periodismo
Marino Beriguete
Comencé a escribir en los periódicos cuando las palabras eran todavía territorio sagrado. No como ornamento, sino como necesidad. Era finales de los años ochenta, y escribí por primera vez en Última Hora, ese diario que ya no existe pero que me enseñó a mirar lo cotidiano del poder y lo simple del ser humano. No sabía entonces si lo hacía por rabia, por urgencia o por un impulso más hondo. Solo sabía que escribir era la única manera de entender aquello que no lograba decir. La palabra no era un medio: era un lugar.
La redacción no era un ruido, era un ritmo. Ruddy González, el director, no editaba con tijeras, sino con oído. Cortar no era mutilar, era afinar. Como quien afina un instrumento que ya suena, pero que puede sonar mejor. Y allí, entre párrafos y cafés, conocí a Ricardo Rojas León. Escribía como quien respira bajo el agua: con precisión y con riesgo. Cada frase parecía a punto de quebrarse, pero nunca lo hacía. Se sostenía por su verdad.
Aprendí entonces que el periodismo no es solo un oficio, sino una forma de estar en el mundo. No basta con ver; hay que aprender a mirar. No basta con contar; hay que aprender a decir. Porque la palabra no solo informa: revela, toca, sacude. Y eso no es algo menor. Escribir no era apretar teclas: era elegir cada sílaba como quien escoge piedras para cruzar un río.
En ese tiempo se escribía con más pausa, y se leía con más respeto. No había premura, había búsqueda. El periodismo no corría detrás del suceso: lo interrogaba. Preguntaba por el sentido, no solo por el hecho. Se sabía que contar también era pensar, y que el lenguaje no era accesorio, sino herramienta. Se escribía sabiendo que cada palabra podía herir o sanar.
Hoy, sin embargo, el periodismo ha sido arrastrado por la velocidad. La noticia ya no se escribe: se lanza. Se titula no para decir, sino para retener. Todo urge, nada permanece. Y en ese vértigo, se pierde algo esencial: la conciencia de la palabra. El asombro ante lo real. El respeto por el lector. Ya no se escribe para alguien que escucha, sino para alguien que consume.
Frente a eso, yo sigo creyendo en un periodismo que piense. No en el que repite, sino en el que interroga. Crítico no por moda, sino por necesidad. Veraz no por neutralidad —porque no hay mirada sin elección—, sino por honestidad. Porque hay que nombrar lo que se oculta, incomodar cuando conviene, pensar incluso contra uno mismo.
También defiendo el periodismo literario. No como lujo, sino como vía. La literatura no embellece: revela. El buen periodismo literario no exagera, observa con más precisión. Dice lo que otros miran sin ver. Y al hacerlo, despierta. Porque una historia bien contada no solo informa: transforma. Aún hay lectores que buscan algo más que cifras. Que buscan sentido. Que buscan huellas.
Escribir es un acto de fe. Y también de paciencia. Requiere silencio. El buen periodismo no corre: escucha. No reacciona: piensa. Cada texto es una posibilidad. Una grieta donde puede entrar la luz.
Por eso sigo escribiendo aquí en este diario. Porque aún mantengo la fe en que el periodismo no se limita a relatar lo que acontece. Es un puente hacia el misterio de nuestra existencia, una búsqueda incansable que nos lleva a interrogar quiénes somos realmente. Y, lo más crucial: quiénes podríamos llegar a ser, si tan solo tuviéramos la valentía de mirar más allá de la realidad que nos rodea, de desafiar el silencio que nos ancla y los miedos que nos dividen. En este laberinto de palabras, me aferro a la esperanza de que, al final, la verdad no solo nos encuentre, sino que también nos transforme.
El Caribe