Del dolor al compromiso

Juan Ariel Jiménez

Durante los últimos meses me alejé de los medios, de los espacios de opinión y de las redes. No fue una decisión calculada ni una pausa estratégica: fue una necesidad profundamente humana. Una pausa obligada para hacer frente a uno de esos problemas que se atraviesan en la vida sin grandes anuncios y sin pedir permiso.

Luego de un largo y difícil proceso de salud, mi querida madre partió con el Señor. Acompañarla en esa etapa final de su paso por esta Tierra ha sido la experiencia más dolorosa de toda mi vida, y también la más aleccionadora. No hay palabras para describir lo que se siente al ver a alguien que amas perder gradualmente su independencia, su movilidad, su capacidad de decidir por sí misma, hasta llegar a perder la esperanza. Y es, quizás, la pérdida de esperanza lo que más nos dolió a ambos. Porque las limitaciones graves de salud no solo maltratan el cuerpo; maltratan, sobre todo, el alma.

En esos momentos en los que las dificultades ponen a prueba nuestro ser, también se abre el corazón y se afina la mirada. Se comienza a entender con más profundidad el sufrimiento ajeno, ya no solo por empatía, sino por la experiencia del dolor compartido. Se aprende en la propia piel lo que significa ver pasar los días sin opciones, sin control, sin ilusión del porvenir.

Y es justamente ahí donde el sentido del prójimo ha adquirido para mí un nuevo y más completo significado.

Porque desde esa mirada frágil y atenta no es posible girar la cabeza ante quienes viven el dolor, no solo por una enfermedad, sino por la carencia, la desigualdad, la soledad, la injusticia, la indiferencia o el abandono.

Ver a alguien perder la esperanza por razones de salud te corroe por dentro y te deja totalmente impotente ante algo mucho más grande que uno. Pero también te recuerda que hay millones de personas que viven la desesperanza todos los días, no solo por una enfermedad, sino por problemas sociales y económicos. Personas que por cuidar a un familiar envejeciente o una persona con discapacidad no pueden trabajar, padres que no pueden pagar los medicamentos de un hijo enfermo, jóvenes que nadie les da una primera oportunidad laboral, o adultos mayores que por su edad nadie les ofrece un trabajo. Gente que quiere avanzar, pero no puede. Y eso es una forma terrible de fragilidad.

Estos últimos meses me permitieron entender el verdadero significado de la palabra dignidad, no como algo abstracto, sino como algo muy concreto que se vive y se pierde en el día a día.

Dignidad es poder tomar algunas decisiones, aún en las dificultades. Caminar sin miedo, poder comprar medicamentos y alimentos, dormir sin ruidos, sentirse en capacidad de mirar el futuro con alguna ilusión de que con trabajo y esfuerzo se pueden superar las dificultades del presente. Defender la dignidad humana significa, en suma, luchar por esas cosas que hacen que la vida valga la pena ser vivida.

Por eso, lejos de alejarme del compromiso con los demás, este proceso me ha devuelto con más humanidad al verdadero sentido del servicio. Porque servir es una forma de honrar lo vivido, de transformar el dolor en causa, de poner lo aprendido a trabajar por el bien común.

Servir es recordar que cada ser humano tiene una dignidad intrínseca como portador de la imagen y semejanza de Dios, y que esa dignidad la debemos respetar y proteger con acciones diarias, individuales y colectivas. Servir a los demás no requiere de un cargo público ni de una ocupación laboral, es una forma de vida que se realiza desde cada metro de influencia que la vida nos otorga.

Antes de concluir, quiero dar gracias a todas las personas que estuvieron presentes en las distintas etapas de este proceso. No solo por el acompañamiento, sino por el cariño mostrado. En cada mensaje, en cada oración, en cada abrazo, en cada té o jugo enviado, todos en la familia pudimos sentir el amor genuino que se hace más evidente en los momentos difíciles. Cada una de esas acciones fue una forma muy sincera de devolvernos un poco de la dignidad que la enfermedad nos quitaba.

Retomar hoy la escritura no es solo una manera de intentar recuperar eso que llamamos normalidad. Es, además, una forma de reconectar con quienes han caminado conmigo en este trayecto, lectores, amigos y ciudadanos que también creen que los problemas colectivos deben conmovernos y movernos. Retomo hoy el diálogo público con más conciencia, con profunda humildad y, sobre todo, con total convicción.

Lo hago con el corazón lleno de recuerdos, pero también con una renovada vocación de aportar un granito de arena en la construcción de un país más humano. Un país donde la dignidad se honre y se respete hasta el último aliento. La vida está llena de pruebas. Algunas nos rompen, otras nos enseñan. Esta, en particular, ha hecho las dos cosas. Pero entre los escombros del duelo, también florecen motivos para seguir: servir, honrar, construir. Gracias por la paciencia en el silencio, y gracias por el apoyo brindado.

Listín Diario

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