«Demuéstrame lo contrario»

Semanas después del asesinato de Charlie Kirk, la doctora en Sociología Lilian Bobea escruta las «reacciones en el seno de una de las sociedades más violentas del mundo desarrollado». Para la profesora de la Fitchburg State University (EE. UU.), existen «sectores empoderados de la derecha norteamericana» los cuales «capitalizan el martirologio del que ya forma parte Charlie Kirk». Intentando abordar el contexto actual, Bobea emprende un análisis sobre cómo interactúan la política y la sociedad norteamericana con la violencia.

Lilian Bobea

«Prove me wrong» era la consigna bajo la cual Charlie Kirk solía convocar a miles de sus seguidores, tan jóvenes como él, en sus giras políticas en universidades con grupos afiliados a su movimiento Turning Point. Kirk fue letalmente silenciado, justo mientras intercambiaba argumentos con alguien de su audiencia, sobre la violencia armada en Estados Unidos, sobre la cual, un año atrás, el icono de la derecha expresaba «…debemos ser honestos con la población, tener una ciudadanía armada viene con un precio, y eso es parte de la libertad, no vamos a tener una condición de cero muertes por armas, eso no va a pasar, pero vale la pena; vale la pena el costo de, desafortunadamente, tener algunas muertes cada año a causa de las armas, a fin de que podamos disfrutar de nuestra Segunda Enmienda».

«El disparo que segó tempranamente la vida de Charlie Kirk demostró al mismo tiempo lo equivocado de su racionalidad y lo asertivo de su vaticinio»En esa misma alocución, —citada aquí en su contexto— , Kirk vehementemente enfatizaba que el objeto de la Segunda Enmienda de la constitución estadounidense era proveer a los ciudadanos el derecho de defenderse contra una eventual tiranía. Por si ello no fuera en sí mismo una brutal ironía, en el marco de una tiranía «en progreso», el disparo que segó tempranamente la vida de Charlie Kirk probó, en efecto, lo errático de su racionalidad, y lo asertivo de su vaticinio. Esto evidencia, además, lo insensible, deshumanizante y fatuo que debía sonar ese argumento para los miles de padres y madres que han perdido sus hijos bajo los tiroteos despiadados que ocurren por centenares cada año en este país, para que un tercio de sus ciudadanos puedan disfrutar con libertad el ejercicio de su Segunda Enmienda.

En línea con lo primero, los datos del Departamento de Justicia de EE. UU. del año pasado indican la ocurrencia de 499 tiroteos masivos en los que miles de personas, entre ellas 5.151 niños y adolescentes, de manera indiscriminada perdieron la vida, o resultaron heridas y traumatizadas, fenómeno al que han sido expuestos cerca de 390.000 estudiantes en las últimas dos décadas y media. Ese mismo año, 2024, unas 16.576 personas murieron accidentalmente o fueron asesinadas: víctimas de crímenes o de violencia interpersonal con armas. Adicionalmente, 1.133 ciudadanos, mayormente personas racializadas, fueron fatalmente abatidos por la policía, y en los últimos cuatro años, la muerte por armas de fuego ha constituido la causa principal por la que miles de jóvenes, entre de uno y diecisiete años, han perdido la vida. Asimismo, un estudio realizado en el 2023 por el Centro de Solución frente a la Violencia Armada, de la universidad Johns Hopkins, estimó que cada once minutos alguien en Estados Unidos es asesinado con un arma de fuego, y cada diecinueve minutos alguien termina su vida con un arma de fuego. Si hubiera algún consuelo en este aquelarre de violencia armada, sería su tendencia decreciente (entre un 12 % y un 24 % en varias categorías) a pesar de la insensata expansión de los derechos a portar armas subrepticiamente, que concediera la Corte Suprema en el caso New York State Rifle & Pistol Assn. contra Bruen hace apenas cuatro años.

Estas estadísticas devastadoras prueban lo equivocado del pronunciamiento de Kirk en cuanto a la banalidad de los costos de la violencia armada endémica en Estados Unidos; al mismo tiempo, centran el análisis en la idiosincrática dimensión política que el mismo Kirk connotaba, relativa a la prevalencia de la Segunda Enmienda. Aquí anticipo al lector que pocos preceptos constitucionales han sido objeto de tanta polémica en EE. UU. como en el caso de esta enmienda, cuya resiliencia interpretativa favorable al armamentismo civil parece situarse cada vez por encima de la relevancia normativa de la propia Carta Magna.

La violencia como demiurgo

La acción armada que cobró la vida de Charlie Kirk ha desatado un pandemonio de reacciones en el seno de una de las sociedades más violentas del mundo desarrollado, y en el marco de una de las coyunturas políticas más divisivas del presente siglo desde la década de los sesenta, cuando la violencia social devino en endémica y acabó polarizando por completo el escenario político. Para entonces, esa violencia político-social, y su expresión muscular, la violencia armada, eran sintomáticas de una polarización de clase, racial, y ciertamente ideológica, emblematizada en lo que el activista afroamericano H. Rap Brown en 1967, calificó «as American as cherry pie», es decir, un atributo definitorio del modo de ver y sentir de una buena parte de la sociedad —mayoritariamente blanca— y de la cultura americana —fundamentalmente conservadora— contra otra parte de la sociedad, negra, pobre y marginada; en última instancia, un rasgo inherente a una sociedad en guerra consigo misma.

«El mensaje subyacente fue que mientras no cambiasen las condiciones que le dan origen, la violencia se mostraba como un recurso necesario para la liberación de la mayoría»Para Brown —eventualmente autonombrado Jamil Abdullah Al-Amin— este rasgo idiosincrático de la violencia en América se evidenciaba prácticamente irresoluble. Entonces, rompiendo con la tradición pacifista de sus predecesores como Martin Luther King Jr., el mensaje subyacente fue que mientras no cambiasen las condiciones que le dan origen, la violencia era un recurso necesario para la liberación de esa gran mayoría aplastada por una minoría empoderada.

En la misma tónica, Richard Hofstadter, a la sazón profesor de Historia en la prestigiosa universidad de Columbia y galardonado con un premio Pulitzer, se preguntaba en su famoso ensayo: El Estilo Paranoico en la Política Americana, publicado en la revista Harpers en 1964 «¿Qué tanta palanca política puede extraerse de las apasionadas animosidades de una pequeña minoría?» Hofstadter, al analizar la campaña de descrédito del macartismo de los años cincuenta —cuyo objetivo era socavar las instituciones surgidas del New Deal—, destacaba el papel fundamental del liderazgo político —de derecha o izquierda, liberal o libertario— en la producción y difusión de narrativas de miedo e intimidación que terminan estableciéndose como teorías y creencias conspirativas, aun si están sostenidas sobre pies de barro. El autor destacaba, por otro lado, la absoluta desconfianza que el pensamiento de derecha tenía —y tiene— en la burocracia establecida, considerándola una infiltración, o una especie de deus ex machina orientada a interferir en la ejecución del plan maestro de la derecha reposicionada. Esto último invalidaba, por tanto, a las instituciones establecidas que, como en el caso de los centros educativos, la prensa —y en un plano más contemporáneo agregamos—, el Centro de Control y Prevención de Enfermedades (CDC), la Reserva Federal, las universidades, los gobiernos locales, entre otros, operan, a juicio de la derecha, como redes confabuladas para desacreditar la susodicha agenda de homogeneización ideológica.

«Existió la necesidad de entender cómo funcionaba y las racionalidades subyacentes del fenómeno de la violencia, lo que acabó por ser un tema central en la agenda pública y para la clase política»Este acercamiento fenomenológico sobre la forma en que gran parte de la sociedad norteamericana experimentaba de forma cotidiana múltiples formas de agresiones, también evidenció la necesidad de entender la etiología y las racionalidades subyacentes del fenómeno violento, lo que no sólo llegó a ser un tema central en la agenda pública y de la clase política, especialmente a un año del aniversario del asesinato del senador Robert F. Kennedy, sino también un objeto de escrutinio en el ámbito académico. En junio de 1969 Hugh Davis Graham y Ted Robert Gurr, ambos profesores universitarios, de Johns Hopkins el primero, y de Northwestern el segundo, conformaron un grupo de trabajo junto a otros treinta académicos que produjeron un voluminoso reporte para la Comisión Nacional sobre las Causas y Prevención de la Violencia. El libro Violence in America: Historical and Comparative Perspectives, no sólo abordó la cuestión desde una perspectiva multidisciplinaria y comparada con otros países, también proveyó tipologías, contenidos, contextos, patrones, y significados de la violencia en Estados Unidos, concluyendo, paradójicamente casi en los mismos términos sugeridos por Brown dos años antes, que: «los americanos han configurado una mente sangrienta en acción y reacción, que soporta una tradición violenta, aupada por grupos de intereses en la persecución de sus fines y beneficios, y esta tradición ha sido opacada por una amnesia histórica y avalada por un recuento selectivo de eventos de agresión, y por una autoimagen de ser los privilegiados». En su contribución al volumen de marras, Charles Tilly iba aún más lejos, epitomando la violencia colectiva como un producto emergente de los procesos políticos de los países occidentales. Brown bien pudo haber complementado esta conclusión de los académicos, afirmando que «las rebeliones son un efecto de las condiciones (sociales de opresión)» y donde hay opresión, habrá siempre resistencia.

A Dios rogando, y con el mazo dando…

Seis décadas más tarde, los argumentos de Hofstadter describen un escenario muy similar al que se respira actualmente en todo el país, en el que la derecha en el poder promueve una mentalidad de «ellos contra nosotros» que coloca los términos del disenso en una confrontación que opera bajo la lógica de suma cero, donde, para que la verdad de un sector prevalezca, la del otro debe desaparecer. Consecuentemente, nos encontramos en un nuevo ciclo de violencia política que se sostiene en un imaginario catastrófico de lo que será el futuro inmediato de la nación, la cultura, o la raza, si se concede al contrincante el espacio de desacuerdo. En el ámbito internacional es esa la racionalidad en la que se basa la agresión de Rusia a Ucrania, lo mismo que la política de exterminación del gobierno de Israel contra el pueblo palestino en el territorio ocupado de Gaza. En el plano interno, esa lógica se sostiene y reafirma en lo que aquí denominamos la divisa de odio, capitalizada en este caso por la clase política en el poder. Esta divisa del odio penetra el tejido social estadounidense, maleando la atmósfera política hasta consumir cualquier atisbo de tolerancia.

Es así como, en el marco de una retórica de contraataque prefabricada, sectores empoderados de la derecha norteamericana capitalizan el martirologio del que ya forma parte Charlie Kirk. Primero, acusando a una abstracta agencia de la izquierda radical, de haber cometido o instigado la comisión del acto, antes aún de que la investigación del crimen hubiese formalmente comenzado, y aún después de saberse que el sospechoso del hecho provenía de una autoproclamada familia MAGA. Al día siguiente al asesinato de Kirk, y sin que el FBI, o la policía del estado de Utah tuviese la más mínima idea de quién pudo haber cometido el crimen y por qué motivos, el presidente Trump, respondía en estos términos a los periodistas que lo interceptaron en los jardines de la casa blanca, «tenemos lunáticos de la izquierda radical ahí afuera, y a esos vamos a darles una buena paliza (…) vamos a resolver ese problema».

«En campaña, Trump adoptó la costumbre de acusar sin fundamento a sus rivales y ahora aliados de ser corruptos o de haber robado las elecciones nacionales»Las infundadas y coléricas amenazas provenientes del más alto nivel del poder político —prometiendo desatar todo el poder federal para castigar a las redes y grupos de izquierda— pierden de vista que con muy raras excepciones, hasta la llegada de Trump al poder, el discurso político siempre se manejó dentro de los límites de la decencia y la relativa tolerancia a la opinión del opositor. Nunca antes en la historia política reciente, un mandatario había usado el podio público para diatribas personales contra figuras específicas de la oposición, llamando a sus contrincantes «torcidos» o «depravados» «estúpidos y mentirosos», «viciosos», «locos y lunáticos», «irrelevantes», «amañados», «de vida-baja», «chusma». El Trump candidato hizo un hábito el acusar sin fundamentos a sus rivales, de ser corruptos, o de haber robado las elecciones nacionales. Incluso muchos de sus actuales aliados —y sus parejas— han sido objeto de insulto público —verbigracia: Marco Rubio, Steve Bannon, o Jeff Bezos, entre muchos otros—. Trump ha creado un nuevo repertorio de epítetos, justo a la medida de su boca: RINO (Republicano Solo de Nombre); Fake News, o «prensa falsa; Antifa, o extrema izquierda antifascista, Woke. También ha estampado el sello de terrorista a todo aquel a quien quiere aplicar un castigo fulminante, incluyendo la pena capital. Siendo inusual en un presidente, ha desprestigiado a gritos ciudades con mayoría demócrata, llamándolas «agujeros de mierda» (shitholes), o ciudades infestadas por la droga, o narco ciudades; calificándolas como «los peores lugares en todas las categorías posibles». Esos ataques verbales sin precedentes en la arena política le merecieron incluso su abominación de la plataforma Twitter (actualmente X), por considerarlos extremadamente dañinos y promotores de violencia. Concomitantemente, desde el ascenso de la actual Administración en enero del 2017, un nuevo ciclo de violencia política comenzó a gestarse, escalando al momento preciso en que nos encontramos al día de hoy.

Si fuesen solo palabras, quizás se las llevaría el viento, pero ellas han tenido el efecto preconcebido de minar la confianza de parte de los votantes en un sistema electoral y de votación —por correo— que ha funcionado por más de dos centurias; de crear suspicacias en las bases de datos sobre criminalidad, desempleo, o del desempeño económico, las cuales históricamente han sido consideradas fidedignas y confiables, además de cruciales a la planificación, prevención, y el quehacer de políticas; de socavar la credibilidad de los sistemas regulatorios que protegen a los consumidores de violaciones éticas cometidas por grupos con intereses pecuniarios; y de militarizar las ciudades, mayormente demócratas, pese a tener tasas superlativamente más bajas de criminalidad que las ciudades bajo el control del partido republicano.

Lo que sí está documentado, parafraseando a Hofstadter, es que ha sido ese nuevo estilo paranoico que se alimenta de fabulaciones conspiracionistas, lo que incitó a las hordas que asaltaron el Capitolio un 6 de enero cuatro años atrás. Fue también ese discurso de odio el que llevó a David DePape, un 28 de octubre del 2022, a asaltar con un martillo a Paul Pelosi, 84 años de edad, esposo de la portavoz de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, en su propia residencia, casi costándole la vida. Fue esa misma retórica lo que impulsó a trece miembros de la Wolverine Watchmen, una de las múltiples milicias armadas protegidas por la Segunda Enmienda, en octubre del 2020, a intentar secuestrar a la gobernadora del estado de Michigan, Gretchen Whitmer, para «someterla a un juicio por traición.» Fueron sin duda alguna los mensajes distorsionadores promovidos por la web de extrema derecha Infowars, —que sería luego clausurada y demandada por difamación a las víctimas del tiroteo en la escuela elemental de Sandy Hook—, lo que incitó a Vance Boelter a conducir la noche de junio de 2025, hasta la vivienda de la congresista de Minnesota Melissa Hortman y su esposo Mark Hortman para ejecutarlos a sangre fría, como parte de un frustrado plan de hacer lo mismo con otros congresistas demócratas. Por otro lado, fue también la retórica de odio lo que condujo al joven Thomas Matthew Crooks a intentar fallidamente asesinar al candidato republicano Donald Trump en su gira proselitista en Pensilvania, en julio 2024, y en la misma tesitura, fue la extrema intolerancia, en este caso antisemítica, que Cody A. Balmer admitió profesar contra el gobernador demócrata Josh Shapiro, pese a ser un crítico abierto a la ocupación de Gaza, que lo llevó a incendiar la residencia de la familia Shapiro en abril 13 del 2025, mientras dormían, luego de haber celebrado la Pascua judía.

«El asesinato de Charlie Kirk parece estar marcando un punto de inflexión que apela a la cordura y a la introspección»Retrotrayéndonos al momento extremadamente tenso que experimenta la sociedad estadounidense en la actualidad, el asesinato de Charlie Kirk parece estar marcando un punto de inflexión que apela a la cordura y a la introspección, en medio de la agobiante convivencia cotidiana asediada por la polarización política. Dicho esto, al momento de escribir este artículo, el vicepresidente Vance ha declarado su propósito de «designar los grupos que ellos consideran están afiliados a la Antifa,» declararlos terroristas domésticos, y «desenmascarar las organizaciones del crimen organizado que financian protestas a nivel nacional.» Al mismo tiempo, prometen «asestar un golpe rotundo a las organizaciones liberales» que ellos acusan de estar incentivando violencia. De nuevo, las voces agoreras incitan la asimilación mesiánica, acrítica y sin filtros de discursos vacuos, que insuflan el extremismo individual y colectivo sintomático de otras épocas, irrumpiendo el aparente status quo al que parecía haber arribado la sociedad norteamericana al menos por las últimas cuatro décadas.

Lilian Bobea

Profesora de ‘Criminal Justice’ en la Fitchburg State University de Massachusetts

Tiene un doctorado en Sociología de la Universidad de Utrecht (Holanda) y representa a América Latina y el Caribe en el Grupo de Trabajo de Naciones Unidas contra Mercenarios, como medio de violar los derechos humanos y

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