Demuéstrame que estoy equivocado

Marino Beriguete

 “Demuéstrame que estoy equivocado.” Así empezaba Charlie Kirk sus debates, con esa arrogancia lúcida que no busca el aplauso fácil, sino la confrontación de ideas. Yo quisiera apropiarme de esa misma frase, lanzarla desde esta parte del Caribe, desde esta media isla, aunque signifique recibir una bala dialéctica que me derrumbe. Porque nada vale más que decir lo que uno piensa, aunque lo contradigan, aunque lo tilden de ingenuo o de insolente.

Hablemos sin rodeos: la corrupción está rodeando a este gobierno como rodeó a los anteriores. El poder, en nuestro país, parece tener un imán natural para la trampa, el soborno, el reparto. Lo mismo en el transporte que en la educación, lo mismo en obras públicas que en el sector eléctrico, en la justicia o en las compras del Estado. La tentación está ahí, a la mano, y demasiados han caído en ella.

Y, sin embargo —aquí quiero detenerme— no todos son iguales. Lo repito porque la frase ha sido desgastada por la propaganda: no todos son iguales. Conozco opositores que ejercieron el poder con decencia. Sé de funcionarios actuales, jóvenes y con una convicción limpia de ser servidores públicos y cumplen con su deber sin robar un peso. Decir que todos son ladrones es rendirse al cinismo, y el cinismo es el mejor aliado de la corrupción.

Presidente Abinader, la tarea que usted tiene por delante no es pequeña: debe demostrar que este país puede ser gobernado con reglas claras, con justicia imparcial, sin pactos de impunidad ni silencios cómplices. Usted no debe guiarse por rumores ni por los linchamientos de las redes sociales. Pero tampoco puede cerrar los ojos cuando existen pruebas concretas de robo al Estado. Si alguien metió las manos, sea de ayer o de hoy, mándelo a la cárcel. No hay otra salida.

No permita que la amistad, la cercanía política o la conveniencia lo aten de manos. Ningún amigo suyo merece más protección que la que merece el Estado dominicano. Sea inflexible con los corruptos, sean del color que sean, y generoso con los honestos, aunque no sean de su partido. Solo así el servicio público dejará de ser visto como un botín y recuperará el sentido que debería tener: servir.

Porque la sociedad está harta. No solo de la corrupción pública, también de la privada. El empresario que evade impuestos, el funcionario que pide comisiones, el juez que vende sentencias: todos ellos desangran al país tanto como el político que roba desde un ministerio. Y la gente lo sabe, lo comenta, lo arrastra en conversaciones de esquina y en susurros de oficina. El desencanto es profundo.

Por eso, presidente, le propongo esta utopía modesta: que llegue el día en que un decreto presidencial no sea sinónimo de sospecha, en que nadie diga automáticamente: “Ahí va otro ladrón”. Que los funcionarios honestos reciban apoyo, que los deshonestos reciban cárcel. Que el servicio público deje de ser caricatura y recupere dignidad.

Lo digo con la misma convicción con que lo decía Kirk en sus debates: díganme que estoy equivocado.

Díganme que la corrupción no es la sombra inevitable que acompaña a todo gobierno. Díganme que aún hay hombres y mujeres capaces de servir sin servirse. Demuéstrenme que este país puede ser distinto.

Si alguien me lo demuestra, créanme: seré el primero en alegrarme de estar equivocado.

El Caribe

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