El legado progresista de un papa conservador
Flavio Darío Espinal
Cuando el cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio se convirtió en papa Francisco no era ni un gran teólogo o intelectual de la Iglesia católica, al estilo de su predecesor Benedicto XVI, ni un burócrata de los círculos de poder del Vaticano, como han sido tantos papas a través de la historia. Más bien, él era -y continuó siéndolo durante su papado- un pastor que amaba estar en contacto directo con sus feligreses y con la gente en general. En esa interrelación permanente con las comunidades en las que actuaba, el padre, obispo y cardenal Bergoglio, más tarde papa Francisco, desarrolló sus intuiciones, sus sentimientos, sus convicciones y su visión de lo que debía ser la labor sacerdotal y la misión de la Iglesia católica en general. Su idea central, inspiradora y motora de su actividad pastoral, era que todas las personas, en su condición de hijas de Dios, están dotadas de dignidad y que la Iglesia debía recibir, acompañar y bendecir a cualquier persona que buscase a Dios.
De por sí, más allá de cualquier sistema de pensamiento teológico, esa idea es revolucionaria, igual que fue el accionar de aquel nazareno que cuestionó a los doctos de la ley religiosa, quienes se creían portadores de la verdad absoluta. En este sentido, el papa Francisco siempre puso de relieve esta noción fundamental de recibir y no juzgar de antemano a las personas que buscaran o requerían la protección de Dios, especialmente los más vulnerables, las víctimas de la violencia o la discriminación. De ahí su apertura a personas homosexuales, divorciados, condenados, marginados y excluidos por las más variadas razones.
No obstante, esto no quiere decir que él fuera un cura revolucionario, izquierdista o liberal que llegó a papa para imponer su visión a los demás. No; en realidad, él fue un sacerdote y obispo más bien de inclinación conservadora. En su época de cura de barrio no asumió la Teología de la Liberación, tan popular en las comunidades cristianas de base en las décadas de los setenta y ochenta, la cual fue muy influyente entre los miembros de su propia congregación, pero tampoco contemporizó con los gobiernos militares como hicieron tantos curas y obispos en América Latina, quienes, en nombre del combate al comunismo, se hicieron cómplices de dictaduras responsables de violaciones atroces a los derechos humanos. Sus biógrafos cuentan que Bergoglio, amante de la literatura y fanático empedernido del fútbol, fue un sacerdote moderado, alérgico a las ideologías de derecha y de izquierda, quien nunca asumió el ímpeto del cambio radical. Su sacerdocio estuvo definido por una pastoral de acompañamiento a la gente en sus comunidades, en sus lugares de trabajo y de recreación, para llevar desde ahí el mensaje de Jesús, con apertura y sin pretender juzgar a parir de esquemas dogmáticos.
Durante su papado, Francisco no pretendió imponer su visión de las cosas, sino que propició la consulta y el diálogo desde abajo hacia arriba, lo cual se reflejó muy bien en el documento síntesis de la asamblea sinodal que se publicó el 29 de octubre de 2023. En este documento se nota una visión incremental, moderada, lentamente progresiva, lo cual no fue del agrado de sectores liberales dentro y fuera de la Iglesia que querían de él una acción más acelerada con respecto a una variedad de temas, particularmente en lo que respecta al papel de la mujer en la Iglesia católica. De hecho, no hubo durante su papado un cambio radical de doctrina, sino más bien de tono y énfasis.
De su lado, los sectores de derecha no lo soportaron por su defensa firme de los inmigrantes, personas de quienes dijo reiteradamente que no eran invasores, sino seres humanos que buscan una mejor vida huyendo de las guerras, de la pobreza o de la persecución. En realidad, el papa Francisco no varió prácticamente nada de la doctrina de la Iglesia sobre los migrantes, lo que se comprueba simplemente leyendo lo que dijeron Juan Pablo II y Benedicto XVI sobre este tema. Tampoco le gustaba a la derecha su mensaje que invitaba a respetar a todas las personas, independientemente de su condición, ni tampoco su criterio de que la Iglesia no podía permanecer obsesionada con ciertos temas (aborto, el matrimonio entre personas del mismo sexo, entre otros) cuando había tantas comunidades alrededor del mundo que requieren la presencia y el acompañamiento de la Iglesia, las cuales están marcadas por otras necesidades y preocupaciones.
Recientemente, la derecha religiosa católica, en una especie de teología del egoísmo o teología del odio, ha invocado que el amor debe ofrecerse exclusivamente a los propios y no a los extraños, como forma de justificar teológicamente las posiciones radicales contra los inmigrantes y otros sujetos a quienes desean mantener excluidos por su condición racial, sexual o de cualquier otro tipo. Este es el discurso del nacionalismo cristiano de un segmento de los evangélicos blancos de Estados Unidos, con raíces que llegan hasta la era de la esclavitud, que ha permeado a sectores de la Iglesia católica, los cuales han terminado perdiendo su propia identidad. También hay una derecha libertaria que combatió al papa Francisco por este reivindicar, en consonancia con una bien establecida doctrina social de la Iglesia, el papel del Estado en la provisión de bienes y servicios públicos a favor de los sectores más vulnerables. No se podía esperar de este papa, ni de ningún otro antes o después que él, que le rinda culto al mercado como el mecanismo mágico para resolver cada problema de la sociedad.
No está de más recordar que el papa Francisco recibió una Iglesia católica impactada por los terribles escándalos de abusos sexuales en múltiples jurisdicciones alrededor del mundo, así como por la corrupción en el manejo de las finanzas del Vaticano. Hay quienes dicen que el pape Benedicto XVI renunció al papado abrumado por esas realidades frente a las cuales hizo, si acaso, muy poco. El papa Francisco, por su parte, tuvo que dedicar enormes energías para lidiar con estas situaciones -una verdadera vergüenza para la Iglesia católica-, al tiempo que procuró mostrar una imagen más cercana, compasiva y empática de la Iglesia ante sus feligreses y el mundo en general.
Puede decirse que el papa Francisco actuó con una intuición aristotélica: ni exceso ni defecto. No llevó a cabo los cambios radicales que esperaban los liberales tanto católicos como no católicos, pero tampoco dejó las cosas en el mismo lugar en que las encontró. Sabía que los cambios tenían -tienen- que hacerse con el acompañamiento despacio y progresivo de tanta gente con pensar y sentir diferente en una Iglesia de alcance universal. Al final, sin embargo, el legado progresista de este papa instintivamente conservador no es tanto lo que dijo en sus encíclicas, de las cuales la más renombrada ha sido la Laudato Si, Sobre el cuidado de la casa común, sino sus gestos y su mensaje de misericordia, compasión y perdón que estuvo presente en cada situación que vivió durante el tiempo que duró al frente de la Iglesia católica.
Sus biógrafos cuentan que Bergoglio, amante de la literatura y fanático empedernido del fútbol, fue un sacerdote moderado, alérgico a las ideologías de derecha y de izquierda, quien nunca asumió el ímpetu del cambio radical. Su sacerdocio estuvo definido por una pastoral de acompañamiento a la gente en sus comunidades y lugares de trabajo para llevar desde ahí el mensaje d e Jesús, sin pretender juzgar a partir de dogmas.
Diario Libre