El misterio de Gina

Tony Raful

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“¡Recuerde Embajador, el misterio, el misterio!”  ¿El misterio?  Y cuál es el misterio le pregunté a Gina D‘Alessandro, una de nuestras diplomáticas más eficientes  en el servicio exterior. Íbamos a participar en una exposición en Roma de obras de arte  en  una sala  contigua al Vaticano. El lugar estaba colmado de diplomáticos, amantes de la cultura, funcionarios y altos dignatarios de la Curia romana. El misterio es, me dijo  Gina, conservar una parte de la personalidad sin mostrarla en su totalidad. La idea es que debemos dejar siempre  a la imaginación de los demás, la percepción de facetas que deben irse manifestando en un proceso de decantamiento gradual, en el cual no se pierda lo que la imaginación de los demás pueda formarse de uno o del otro. Le pregunto a Gina, ¿y desde cuándo  el “misterio” es una condición exigida por el servicio diplomático? No, me dice Gina. Es un asunto de acopio, de observaciones sobre la imaginación. Se trata de saber que la mente humana juega con los prototipos. Hay una cultura de la representación, que aunque puramente formal, diseña en este mundo fenomenológico, una entrada, una iniciación de imagen que nos hacemos de los demás, lo que nos condiciona en el plano puramente superficial del discernimiento, del prejuicio que fijará  toda  la idea  que nos hacemos del otro. Es el juicio previo, encartonamos a una persona por la impresión que nos produce, por  sus palabras, por su apertura. Y casi de inmediato los otros nos definen  porque se lo dijimos todo, formas de hablar, de saludar, de contar, de reírnos,   de hablar alto o despacio. En el misterio de Gina, hay que dejar un parte desconocida, que no entra en el currículum, y que preserva el respeto, la distancia necesaria, pero sobre todo libera la fantasía del modelo arquetípico.  Y haya siempre algo que ver y percibir que impida la monotonía, que en muchos casos liquida el amor. Hay que dejar a la imaginación otros mundos posibles de la personalidad, el rédito potencial del  futuro que nos cambia. Perjudica hablar demasiado o hablar poco, ni parlanchín ni  apocado. Es un equilibrio de la mesura a exhibir. La estrategia es que el otro no pueda establecer  categorías perceptivas, no pueda formarse una opinión concluyente salvo la que emane de las reglas  de cortesía  primaria. En otras palabras  que no puedan encasillarte para siempre. La idea del  “misterio” puede resultar prejuiciosa o segregacionista ante la necesidad de establecer correspondencias y saludos protocolares, pero no se trata de dividir la personalidad, sino de que no se desboque, no muestre todo su ser dentro de un registro puntual de temáticas o de convivencia. Que haya siempre algo que los otros  no capten, no asuman como definitivo de la personalidad, evitando  la imparable vocación humana al parloteo superficial o a la retórica innecesaria.  Confieso que no había reflexionado sobre este tema.  “El misterio, Embajador, el misterio”, me decía  la Ministra Consejera, señora  Gina D‘Alessandro, mientras yo, que no entendía el significado, me quedaba  mirándola a sus ojos grandes y hermosos, queriendo descifrar el misterio de sus palabras, aquella noche  de la exposición artística en una sala  de la Roma imperial, allende  los mares.v

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