EL MUNDO DE TRUMP: ¿Ha declarado Estados Unidos la guerra contra sí mismo?
En EE.UU., la decisión de Donald Trump de federalizar la seguridad en Washington D.C. con la Guardia Nacional reabre un debate crítico: ¿nos encontramos ante un «estado de excepción permanente»? se pregunta la profesora de Fitchburg State University (Massachusetts) Lilian Bobea. Pese a que la criminalidad está en «su nivel más bajo en 30 años», la administración justifica una «pacificación por la guerra» que, como en América Latina, normaliza poderes extraordinarios y erosiona la democracia en nombre del orden.
Por Lilian Bobea
LEn otro movimiento sin precedentes y audaz, la administración Trump ha ordenado recientemente el despliegue de 800 soldados de la Guardia Nacional en la capital del país, Washington D.C., convirtiéndose en la segunda gran ocupación militar de una ciudad estadounidense en tiempos modernos. Dos meses atrás, el presidente Trump, de manera unilateral y en contra del consentimiento de las autoridades locales, envió 5.000 militares al sur de California para sofocar las, presumiblemente incontrolables, protestas proinmigrantes contra sus redadas; una acción descrita por el gobernador del estado, Gavin Newsom, y la alcaldesa de Los Ángeles, Karen Bass, como parte de la «máquina propagandística del gobierno». A pesar de la abierta objeción de los californianos, de sus autoridades locales y de que California demandó al gobierno federal ante los tribunales —lo que llevó a un juez a declarar la ocupación como una «incursión inconstitucional e ilegal»—, algunas de esas tropas permanecen aún en una de las ciudades más pobladas, culturalmente diversas y económicamente vibrantes de Estados Unidos. El anuncio de la semana pasada vuelve a plantear una preocupación y un desafío mayúsculo para la democracia estadounidense en varios frentes y, a medida que este déjà vu se desarrolla, la decisión de federalizar la seguridad pública de Washington, desplegando a la Guardia Nacional y asumiendo el control de la policía de D.C. a través de una orden ejecutiva —sin aprobación ni conocimiento del Congreso, en contra de la voluntad de muchos ciudadanos de Washington y ante la perplejidad de millones de estadounidenses— abre de par en par la puerta a un acaparamiento de poder sin control alguno, en ausencia de contrapesos institucionales. Estos hechos enmarcan la urgencia de comprender qué se esconde detrás, con qué propósitos, cuál es el proceso en evolución y qué implicaciones tiene para el presente y el futuro de la democracia en EE.UU.

«Está claro que no existe un «estado de emergencia» en Los Ángeles, Washington D.C. ni en ningún otro lugar de EE.UU.»El intento del presidente Trump de federalizar la policía local mediante la declaración de una emergencia pública, y su promesa de «recuperar nuestra capital», no carece de precedentes. Decisiones similares se han dado en múltiples ocasiones en América Latina en los últimos años: por ejemplo, Nayib Bukele en El Salvador (2022), Nicolás Maduro en Venezuela (2016), Xiomara Castro en Honduras (2022), Daniel Noboa en Ecuador (2024) y Jair Bolsonaro en Brasil (2020), entre otros. Estos líderes normalizaron el recurso a los estados de excepción y/o emergencia en condiciones de tensión política, protestas sociales masivas, violencia de pandillas o picos de criminalidad. En cada uno de esos casos, el uso y abuso de este subterfugio significó, de facto, una extensión del poder del ejecutivo para mantenerse en el mando, ya fuera forzando un mandato prolongado, posponiendo elecciones o socavando las condiciones para comicios justos e inclusivos. A diferencia de esos contextos, en los que dichos gobiernos lograron imponer sus reglas con impunidad, está claro que no existe un «estado de emergencia» en Los Ángeles, Washington D.C. ni en ningún otro lugar de EE.UU. Pese a la afirmación de Trump de que el crimen ha «aumentado», las tasas de homicidios y de criminalidad en general en todo el país se encuentran en mínimos históricos, siguiendo una trayectoria descendente desde 1998, cuando el llamado «gran declive del crimen», como señalaron Zimring y otros, se convirtió en el único beneficio público de los años 90 que disfrutaron las poblaciones urbanas pobres y desfavorecidas. El año pasado, según el Informe de Criminalidad 2024 del FBI (afortunadamente aún disponible), se registró una reducción del 4,5% en los delitos violentos a nivel nacional, así como un descenso del 8,1% en los delitos contra la propiedad. Esta tendencia no puede atribuirse a una sola causa, sino más bien al resultado probable de un conjunto complejo de transformaciones demográficas y urbanas rastreables décadas atrás, junto con la implementación de programas preventivos y focalizados en la lucha contra la falta de vivienda, la violencia juvenil, la violencia armada, la drogadicción, además de cambios de paradigma en la policía (hot spots, COMPSTAT) y en el ámbito judicial.
La federalización de la policía de Washington D.C. mediante la declaración de emergencia, para «rescatar a nuestra capital del crimen, la violencia, el caos, la miseria y algo peor», se enfrenta a la misma paradoja. Según anunció la Fiscalía del Distrito de Columbia, para enero de este año —antes de la inauguración de la actual administración— la criminalidad violenta en la capital había alcanzado su nivel más bajo en 30 años. Los datos oficiales muestran descensos dramáticos en muchas categorías (los homicidios se redujeron un 32%, los robos un 39% y los asaltos con armas a vehículos un 53%), reflejando un patrón de disminución constante desde mediados de los años noventa en EE.UU., con la excepción de un repunte durante la pandemia de Covid, seguido por un rápido descenso pospandémico. La sugerencia de Trump de que «vendrá más» parece ser algo más que un simple intento de infantilizar a sus adversarios y provocar una respuesta de gobernadores, alcaldes y consejos municipales demócratas, de Baltimore a Chicago, de Oakland a Nueva York, entre otros. La amenaza de Trump surge precisamente cuando cada una de estas ciudades y estados experimenta un declive progresivo en homicidios y otros delitos, volviendo superfluo el despliegue de la Guardia Nacional. Ante esta oximorónica «pacificación por la guerra» en una realidad alternativa, surge inevitable la pregunta: ¿por qué el ejército?
Militarismo y militarización de la vida pública y cotidiana
«La relativa autonomía de los estados se expresa en el control que ejercen sobre sus fuerzas del orden, un hecho históricamente protegido por preceptos constitucionales, así como por otras disposiciones legales»Como se señaló arriba, las élites políticas empoderadas en América Latina han recurrido reiteradamente a la regla del estado de excepción para suspender temporalmente el Estado de derecho, declarando moratorias sobre prerrogativas constitucionales, imponiendo toques de queda y militarizando las calles, alegando circunstancias supuestamente de riesgo para la seguridad nacional o que podrían producir una ruptura en la gobernanza. Además, mientras gran parte de la población mundial experimentó toques de queda bajo la amenaza de la pandemia de Covid, la naturaleza de la mayoría de los estados de excepción en los hemisferios occidental, norte y oriental (Sudán, RCA, Etiopía, Afganistán, Yemen, Siria, Myanmar, Somalia, Angola, Namibia, Lesoto) no solo tiene un origen y propósito político, sino que también está ligada a instituciones democráticas debilitadas, ejércitos autónomos, líderes populistas y clases políticas que buscan beneficios en detrimento del interés público. Con diferencias significativas, los estados de excepción ocurren más a menudo en países con un solo ejército y una policía centralizada, ambos constitucionalmente subordinados al mandato presidencial bajo su rol de Comandante en Jefe.
En Estados Unidos, en cambio, la relativa autonomía de los estados se expresa en el control que ejercen sobre sus fuerzas del orden, un hecho históricamente protegido por preceptos constitucionales (la Décima Enmienda), así como por otras disposiciones legales como la Posse Comitatus Act de 1878, que prohíbe explícitamente a las fuerzas armadas estadounidenses intervenir en asuntos internos; y por el Artículo 1, Sección 8, relativo a la cláusula de la Congress’s Power to Call Militias, lo cual históricamente ha impedido la intervención militar en asuntos domésticos. Eso es lo que hace tan preocupante la intersección entre los estados de excepción insinuados recientemente por la administración Trump y la tendencia a la instrumentalización del ejército como estrategia política de empoderamiento de las élites.
En un libro de 2005, Giorgio Agamben expresó su profunda preocupación por lo que llamó un «estado de excepción permanente» y las implicaciones de su normalización. A raíz de los atentados del 11-S y la respuesta de la administración Bush con la «guerra contra el terrorismo», Agamben reflexionó sobre los peligros de conceder poderes sin control al Ejecutivo y el alto riesgo de su mal uso al otorgar poder político extraordinario y centralizado como estrategia no examinada que podría socavar la democracia.
«Hoy los estadounidenses están experimentando la normalización del estado de excepción como un subterfugio para lograr una centralización absoluta del poder, algo que solo puede hacerse posible mediante la militarización»Hoy los estadounidenses están experimentando la normalización del estado de excepción como un subterfugio para lograr una centralización absoluta del poder, algo que solo puede hacerse posible mediante la militarización. Una de las académicas que ha desarrollado este concepto, C. Lutz (2002), caracteriza este proceso más amplio de militarización como una «producción discursiva de realidades militarizadas, simbólicas y representacionales».
Como Agamben, Mabee y Vucetic, Stavrianakis (2013), Waever (2011), Shaw (1991), Mann (1988, 1996), Levy (2024) y, mucho antes que ellos, Polanyi (1957), han señalado acertadamente, el militarismo, en sus distintas formas, ha estado y vuelve a estar cada vez más incrustado en nuestra vida material, social y cultural cotidiana, quizá más de lo que queremos pensar. En consecuencia, a medida que la militarización de la policía se convierte en una práctica socialmente aceptada y regularizada en nuestra «democracia liberal», que ha sucumbido a una política del miedo y se legitima bajo la narrativa de la necesidad de controlar espacios desordenados dentro de las ciudades estadounidenses, no debemos olvidar que las condiciones sociales y materiales pueden producir resultados dispares. El hecho de que la sociedad estadounidense esté experimentando ahora el punto más bajo de su sistema de controles y equilibrios institucionales podría señalar un cambio de paradigma respecto de lo que hemos conocido en los tiempos modernos en cuanto a la separación del rol del ejército y de la vida civil.
De nuevo, como han sugerido Mabee y Vucetic, es yendo de lo micro a lo macro como podemos apreciar plenamente el militarismo, lo que constituye —en consecuencia— una invitación a observar las verdaderas implicaciones de utilizar la fuerza militar y su aparato de inteligencia (FBI, Seguridad Nacional) para localizar, perseguir y deportar inmigrantes, reprimir protestas o simplemente ocupar las calles como un acto de intimidación infundada e injustificada. Me alarma el papel circunstancial que el Tribunal Supremo está desempeñando estos días en asuntos cruciales que impactan nuestra democracia; o la irrelevancia de la separación de poderes, presuntamente garantizada entre los poderes judicial, legislativo y ejecutivo, como si esos fallos estuvieran de hecho preconcebidos en la Constitución de EE.UU.
Todo ello nos deja atrapados en una realidad alternativa, marcada por la ausencia de consecuencias frente al uso desmedido del poder por parte de élites políticas empoderadas. Y no pretendamos que su obliteración afectará únicamente a los presuntos sospechosos de siempre, pues cuando la dicotomía implícita en la falacia de un orden civil «desorganizado y caótico» frente a un orden militar «disciplinado» se materializa más allá del militarismo, resulta imposible devolver al genio a la botella.
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Profesora de ‘Criminal Justice’ en la Fitchburg State University de Massachusetts
Tiene un doctorado en Sociología de la Universidad de Utrecht (Holanda) y representa a América Latina y el Caribe en el Grupo de Trabajo de Naciones Unidas contra Mercenarios, como medio de violar los derechos humanos y obstaculizar el ejercicio del derecho de los pueblos a la autodeterminación.