El mundo que se nos viene encima
Adiós a la vida sosegada, ha llegado la existencia veloz. Hoy, sin quietud ni calma, la pausa es una categoría en extinción. La velocidad es el santo y seña de la modernidad tardía. “El corto plazo gobierna la vida. La era digital no tiene corazón. El corazón humano no guarda nada, o reserva muy poco, como refugio de perennidad”.
Agudo y penetrante, el preámbulo de este texto no pertenece a la tesis sofocante de un Arthur Schopenhauer senil; corresponden al cortante arsenal teórico del filósofo alemán de origen surcoreano, Byung-Chul Han.
Incontestable verdad: En este tiempo no hay lugar para la espera. Toda necesidad debe ser satisfecha de inmediato y lo único que cuenta es el éxito veloz. Las acciones se acortan y se convierten en reacciones. Los sentimientos se empobrecen, para terminar como emociones frías o afectos distantes. Un frenesí de sucesiones marca el tiempo que vez tras vez se descompone en una serie de presentes sin fin. Sin relato estable, sin ningún compromiso a largo plazo. Mas que buscarle sentido a la vida, el ser de esta era, ante todo, busca y experimenta sensaciones. De todo tipo, de toda gama.
El pensador alemán se une a Bauman, Lipovetsky, Vattimo y Zizek, para hablarnos de una especie de “obsolescencia ontológica”. O sea, del trágico ideario donde lo esencial del ser humano se vuelve obsoleto, vacío, insustancial. Razón suficiente para que, al final, triunfe la trivialidad, la pulsión, el sobresalto. La vida presente es super libre, pero para ser explotada, desgranada, en el rendimiento.
Enfrentamos el extinto esplendor del diálogo humano. Por lo que, en su desgaste, reaparece no ya como fuente y como puente del acontecer común, si no que las palabras, son redituables, medibles, rentables.
El placer, seca y denodadamente, se explora y explota, sin reservas, en cada rincón del planeta. Los rituales, algunos de ellos tan sencillos como la cortesía, se evaporan de la sociedad sin más ni más. Y mucho de lo verdaderamente esencial (fidelidad, responsabilidad, confianza) desparece arropado por el halo de las imágenes infinitas que no cesan de reproducirse.
En su estupendo texto, Vida Contemplativa (2022), Byung-Chul Han describe el vértigo creciente del ritmo pasmoso de este primer cuarto del siglo XXI.
El ruido, bandera desprovista de compromiso, es para el laureado profesor de filosofía, la marca del tiempo. El silencio y la contemplación parecieran resultar abominables para una mayoría social que, por voz de Han, conviene ser llamada la “sociedad del cansancio”.
Porque, a interpretación del autor, es la muestra más elocuente y agotada de una intimidad accesoria y de una colectividad desesperada. Pese a la muchedumbre y a la pradera inmensa de la comunicación, la soledad oscurece la vida basada en la cercanía social. La disparidad entre sociedad y comunidad se hace más ostensible y odiosa.
Noreena Hertz (2020), en su brillante ensayo El Siglo de la Soledad, nos alerta de la endémica y anestesiante soledad, capaz de propiciar la que ella denomina “tribalización política”. Dando lugar al populismo ideológico y al egoísmo personal, bichos comunes que crecen en detrimento de la bondad, la empatía y del civismo. Mientras más soledad, mayor populismo político y peor el aislamiento de los vecinos, de la comunidad, de las instituciones.
La misma libertad es explotada en su auténtico nombre. Y el ruido de la comunicación destruye todo silencio necesario, sin el cual no hay capacidad contemplativa del lenguaje. Ni espacio de hondura para la reflexión vital, trascendente. El lenguaje se degrada a un simple portador de la información ociosa, siempre lista para ser servida, deglutida. La infoesfera, que se expande sin límites, alcanza la mayor hazaña en comunicación, no así en comunidad. La reproducción de lo mismo (Han lo llama infierno de lo igual) conduce a la tipología de un inédito conformismo afable.
En fin, esta era transforma hasta lo religioso en negocio, espectáculo o consumo. Resulta altamente conflictivo determinar con sobriedad que queda disponible o indisponile para ser consumido. Que queda antes de ser fagocitado por el nuevo Leviatán del consumo global.
El mundo que se nos viene encima, o más bien, al que hemos sido arrojados, es una multiplicidad de interrogantes, donde las preguntas surgen antes de que haya terminado de darse alguna respuesta definitiva. ¿Qué resulta definitivo en la postmodernidad? La verdad sucumbe a la brevedad de un aluvión de opiniones que rebrotan de la red sin fin.
Los apoyos tradicionales de la vida común pierden grosor. Gianni Vattimo, constante en su interpretación, lo tipifica como una verdadera “desfundamentalización de la vida occidental”. No ha de extrañar entonces que se levante un concierto vibrante de voces jeremíacas y agoreras que esperan lo peor. Sobre todo, en el campo político.
Catastrofistas y apocalípticos hacen aguas los augurios sobre el futuro. A la par van construyéndose toda índole de narrativas conspirativas o escatológicas. Punzante, una especie profética acerca del porvenir se atreve a invocar que “ningún tiempo futuro será peor…”
En ese caleidoscopio de imágenes futuristas crecerán y vivirán nuestros hijos y nietos. De ahí que todos nos preguntemos: ¿Qué les espera? En un mundo que, por lo demás, será reconfigurado por la irrefrenable marcha tecnológica ¿Qué les deparará ese tiempo por llegar? Aquí, para redondear cuentas, subyace el inventario más encabritado del presente, donde casi todo es provisional e inconstante: La revolución tecnológica que ha dado a luz a su hija predilecta, la inteligencia artificial (AI).
¡Pero, tranquilos! A pesar del paisaje enmarañado y difuso que se avizora, todavía nos queda terreno para el optimismo. Porque si en algo la vida humana se ha hecho maestra de la historia, ha sido, precisamente, en la capacidad de superar adversidades y de corregir estupideces. Y en esta ocasión no tendría por qué ser diferente. Nueva vez, saldremos airosos. Amén.