El papa León, Perú y yo

Por Carlos Lozada

The New York Times

Columnista en Opinión

Por fin se siente bien ser un exmonaguillo peruanoestadounidense que fue a un colegio católico y a una universidad católica.

Sabía que algún día llegaría mi hora.

La elección el jueves pasado de Robert Prevost, ahora el papa León XIV, llegó, como me dijo mi madre, como un regalo de Dios. Aunque nacido en Estados Unidos, el nuevo papa pasó años trabajando en mi Perú natal e incluso obtuvo la ciudadanía peruana. “¿Un papa estadounidense?”, preguntó mi esposa, incrédula, mirando fijamente al televisor, cuando anunciaron a Prevost. “¡Un papa peruano!”, respondí yo.

La condición de estadounidense del nuevo papa me conmocionó, e inmediatamente empecé a considerar la política y el simbolismo de la elección. ¿Qué significaría esto para las divisiones dentro de la Iglesia en Estados Unidos, para el liderazgo moral del país en el mundo, para el legado del papa Francisco? Esa fue mi reacción como periodista, como observador, proyectándome al futuro.

Pero la condición de peruano de León me hizo examinar el pasado. Pensé en los fieles de Chiclayo, la ciudad costera del norte de Perú donde Prevost fue obispo, y en la alegría que su antigua congregación debe sentir por su ascenso. Recordé a los sacerdotes, monjas y hermanos laicos estadounidenses de Lima que nos educaron a mis hermanas y a mí y, una generación antes, a mi madre. Recordé la misa del día de la juventud al aire libre durante la visita del papa Juan Pablo II a Perú en 1985, cuando yo tenía 13 años; aquel día hacía tanto calor que las autoridades nos rociaron agua con mangueras, mientras gritábamos: “¡Juan Pablo, amigo, el Perú está contigo!”.

Estos recuerdos fueron mi reacción como católico, como creyente y como migrante que hizo el viaje de León, aunque en dirección contraria. Yo nací en Lima y he pasado la mayor parte de mi vida en Estados Unidos; León nació en Chicago y pasó gran parte de su vida trabajando en Perú. Yo soy un peruano que abrazó Estados Unidos, y el papa es un estadounidense que abrazó Perú. Es una coincidencia, nada más, pero ver al papa en aquel balcón me pareció una extraña e inesperada validación de mi vida en dos sitios, de mis elecciones, de mi fe.

Juan Pablo II, el papa de mi juventud, es mi imagen por defecto del papado; ni Benedicto, ni siquiera Francisco podrían desplazarlo. De niño, veía a Juan Pablo II en parte como papa y en parte como héroe de acción, luchando contra el comunismo un día y perdonando a su posible asesino otro. Fue un orgullo para nuestra familia que mi tío abuelo Alcides Mendoza, quien fue el obispo más joven del Concilio Vaticano II y más tarde se convirtió en arzobispo de Cuzco, ayudara a Juan Pablo II cuando visitó Perú. Esto solo consolidó el lugar del papa polaco en mi universo cinematográfico vaticano.

Pero hay algo distintivo en la forma en que considero a León, incluso en estos primeros momentos. No se limitó a visitar Perú; lo vivió y se convirtió en él, “por elección y corazón”, como dijo Dina Boluarte, presidenta de Perú, en un video de celebración. Al darme cuenta ahora de que coincidimos brevemente allí, me lo imagino paseando por nuestras calles, hablando no solo español, sino mi tipo de español, compartiendo nuestras alegrías y nuestras preocupaciones, incluso comiendo nuestra comida. (Mi madre ya me ha enviado una graciosa imagen falsa de León, vestido de blanco papal, hurgando en un gran cuenco de cebiche con una botella de Inca Kola en la mano).

Todo tipo de personas —una exnovia, antiguos compañeros de clase, un colega de viaje en Kenia— se han puesto en contacto conmigo para preguntarme qué se siente al tener un papa que es a la vez estadounidense y peruano. Todo lo que puedo decir es que es una extraña forma de parentesco con una persona a la que probablemente nunca conoceré.

Durante sus primeras declaraciones públicas como vicario de Cristo, el jueves por la tarde, mirando a la Plaza de San Pedro, León dejó brevemente de hablar en italiano y pasó al español. En ese momento, su porte pareció cambiar, su solemnidad rota por una sonrisa, como si se complaciera en sus propios recuerdos, anticipando el impacto de sus palabras en una comunidad y una nación concretas.

“Y si me permiten también una palabra, un saludo, a todos aquellos, y en modo particular a mi querida diócesis de Chiclayo en el Perú, donde un pueblo fiel ha acompañado a su obispo, ha compartido su fe, y ha dado tanto tanto, para seguir siendo Iglesia fiel de Jesucristo”.

Eso fue todo. Luego reanudó su discurso en italiano. Pero ese interludio me puso al borde de las lágrimas. Era como si me hablara como peruano, pero también para mí como alguien que se fue, como alguien que encontró un nuevo hogar sin renunciar al afecto por el antiguo. “Creo que la parte del ministerio que más moldeó mi vida fue Perú”, explicó una vez. “Estuve allí más de 20 años”. Dijo que su tiempo en Perú fue un regalo y que esperaba que todos los sacerdotes pudieran sentir lo mismo por los lugares en los que trabajaban.

El nuevo papa “se proyecta en cierto modo como peruano”, dijo esta semana Jason Horowitz, jefe de la oficina del Times en Roma. “Se ve a sí mismo como parte de Sudamérica tanto como de Norteamérica”. Hay muchos que sienten lo mismo.

A menudo advierto a mis hijos que no se enamoren demasiado de las figuras públicas. “Siempre los decepcionarán”, les digo. La advertencia se aplica tanto a los pontífices como a los políticos. Mi relación con el catolicismo ha tenido altibajos, sobre todo en mi edad adulta, e incluso Juan Pablo II se bajó del pedestal que una vez ocupó para mí. ¿La elección de este papa y la serendipia de nuestras nacionalidades compartidas reforzarán mis vínculos espirituales o emocionales con la Iglesia? No lo sé. El Espíritu Santo actúa de formas extrañas. Solo sé que en los próximos días y años observaré a León como católico fiel y como periodista escéptico.

¿Y qué puede concluir hasta ahora este creyente y escéptico? Solo que si el nuevo papa tiene opiniones firmes sobre la difícil situación y la dignidad de los migrantes del mundo, como parece ser el caso, se trata de convicciones nacidas no solo de la fe o la compasión, sino también de la experiencia, de saber lo que se siente al adoptar una nueva vida y un nuevo lugar como propios, al cruzar culturas y lenguas y territorios, al permanecer fiel a uno mismo incluso cuando el sentido de uno mismo se expande.

El papa León XIV es a la vez estadounidense y peruano. Después de todo, “Chicago” y “Chiclayo” casi riman, ¿no?

The New York Times

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