El pecado de la Sheinbaum

Aníbal de Castro

México, tan lejos de Dios y tan cerca de los intríngulis de la política de Donald Trump, vuelve a tropezar con su propio espejo. La presidenta Claudia Sheinbaum ha cometido un pecado de Estado; no por omisión diplomática, sino por exceso de altivez. Su ausencia de la próxima Cumbre de las Américas no será recordada por lo que evita, sino por lo que revela: una visión parroquial del liderazgo, replegada en la soberbia que confunde dignidad con desdén.

López Obrador ya había ensayado la misma fórmula en Los Ángeles, aunque al menos envió a su canciller. Sheinbaum ni siquiera concede ese gesto. Deja caer un descortés «estamos  viendo si habrá alguien  de Cancillería que pudiera ir». Frase que suena a eco distante de su mentor, pero vacía de la teatralidad populista que lo caracterizaba.

No se trata de un desliz retórico, sino de un desdén que golpea en dos direcciones. Al anfitrión ocasional, que en esta ocasión es la República Dominicana; pero sobre todo, al convocante permanente, los Estados Unidos.  Es un portazo al frágil ejercicio hemisférico del diálogo entre iguales. Los diferentes, por antidemocráticos, son los excluidos.

México se debate entre la tentación del aislamiento y la trampa de la vecindad. Pretende mantener independencia frente a Washington mientras se acomoda, sin rubor, a los vaivenes de su política interna. Equivocadamente, concibe la ausencia como una forma de superioridad moral.

El pecado de la presidenta es creer que el aislamiento engrandece. La diplomacia es cortesía con propósito, política sin estridencia.  Sheinbaum se aparta de ambos, y en ese gesto pierde México, no los demás.

La cortesía también es una forma de inteligencia. Y su falta, el primer error de un poder que confunde el aplomo con la arrogancia.

Diario Libre

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