El PRM puede perder el poder
Marino Beriguete
Luis Abinader cuida su gobierno como se cuida un vaso de cristal fino en una fiesta de cumpleaños infantil: con la certeza de que cualquier descuido puede acabar en tragedia. Hay algo casi enternecedor en su manera de gobernar, como si todavía creyera que la decencia tiene rédito en política. Y quizá lo tenga. Pero lo cierto es que alrededor suyo hay una orquesta de funcionarios desafinados, convencidos de que el segundo mandato es un buffet libre al que han llegado con hambre de años.
La política, decía un viejo zorro del Caribe, no es un juego de fuerza, sino de formas. Pero algunos dentro del PRM se han olvidado de esa máxima y están más ocupados en medir cortinas nuevas para sus despachos que en recordar por qué llegaron allí. Cancelan técnicos como quien borra contactos del celular. Maltratan aliados con el entusiasmo de quien rompe piñatas. Se creen inmortales por obra de un decreto, y eso en una democracia tan nerviosa como la nuestra es el prólogo del adiós.
Hay algo particularmente peligroso en los triunfos demasiado cómodos: anestesian. Y hay algo trágico en los partidos que creen que por ganar una vez ya se les debe la eternidad. El 2028 está más cerca de lo que parece, y no hay margen para el piloto automático. La política es un alquiler que se paga cada cuatro años, y el inquilino que molesta al vecindario, sube la música a deshoras y no respeta los acuerdos termina desalojado con cajas de cartón y cara de incredulidad.
Si el PRM quiere seguir en el poder, necesita algo más que obras y cifras; necesita decoro. No basta con tener razón, hay que parecer razonable. Y últimamente, muchos de sus cuadros se comportan como si gobernar fuera una excusa para ajustar cuentas personales o demostrar quién manda. Hay un tufo a soberbia en ciertos pasillos oficiales, y eso en política es como usar perfume en exceso: en vez de seducir, espanta.
Lo curioso es que mientras los veteranos se relajan como quien cree que el partido ya está ganado, hay una generación que mira con más atención: Raquel Peña, David Collado, Eduardo Sanz Lovatón, Guido Gómez Mazara. Algunos con más ambición que prudencia, otros con más calle que discurso. Pero todos conscientes de que si no empiezan a enderezar la nave a tiempo, el PRM puede acabar en el mismo lugar que sus antecesores: contando anécdotas de poder en mesas de café, rodeados de nostalgias y teorías.
Así que ya lo saben: guarden la corbata de seda, limpien bien la camisa blanca y, sobre todo, empiecen a cuidar la forma como se cuida un secreto que puede arruinarlo todo. Porque aquí, en este teatro donde todos quieren ser protagonistas, el que se descuida no solo pierde el poder, pierde también el relato de por qué lo tuvo. Y eso duele más.
Lo terrible no es caer, es caer haciendo el ridículo. Es mirar atrás y descubrir que mientras se sentían intocables, el suelo ya se abría bajo sus pies. El poder, al final, es como un globo de helio en manos nerviosas: sube, flota, brilla… hasta que un gesto torpe lo revienta. Y el silencio después del estallido es siempre más elocuente que cualquier discurso.
Así que afilen las formas, midan los pasos y no olviden que la política es ese arte cruel donde no basta con llegar: hay que merecer quedarse. Porque los que hoy te aplauden, mañana te señalan. Y cuando llegue ese día, más vale retener el poder que perderlo.
El Caribe