El sorprendente encanto de la ignorancia

Por Mark Lilla

The New York Times

Lilla es profesor de humanidades de la Universidad de Columbia y el autor del libro de próxima publicación Ignorance and Bliss: on Wanting Not to Know, del que se ha adaptado este ensayo.

Aristóteles enseñó que todos los seres humanos quieren saber. Nuestra propia experiencia nos enseña que todos los seres humanos también quieren no saber, a veces intensamente. Esto siempre ha sido cierto, pero hay ciertos periodos históricos en los que la negación de verdades evidentes parece ganar la partida, como si algún virus psicológico se propagara por medios desconocidos, el antídoto fuera repentinamente impotente. Este es uno de esos periodos.

Hoy cada vez más personas rechazan el razonamiento como un juego de tontos que solo encubre las maquinaciones del poder. Otros piensan, en cambio, que tienen un acceso especial a la verdad que los exime de ser cuestionados, como un aplazamiento de la conscripción. Las multitudes hipnotizadas siguen a profetas absurdos, los rumores irracionales desencadenan actos fanáticos y el pensamiento mágico desplaza al sentido común y a la experiencia. Y para colmo tenemos a los profetas de élite de la ignorancia, esos sabios despreciadores del saber que idealizan al “pueblo” y lo animan a resistirse a la duda y a construir murallas en torno a sus creencias fijas.

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Siempre es posible encontrar causas históricas aproximadas de estos brotes de lo irracional: la guerra, el colapso económico, el cambio social. Pero hacerlo puede distraernos de reconocer que la fuente fundamental es más profunda, en nosotros mismos y en el propio mundo.

El mundo es un lugar recalcitrante, y hay cosas sobre él que preferiríamos no reconocer. Algunas son verdades incómodas sobre nosotros mismos; esas son las más difíciles de aceptar. Otras son verdades sobre la realidad que nos rodea que nos roban creencias y sentimientos una vez reveladas y que, de algún modo, han hecho que nuestras vidas sean mejores, más fáciles de vivir, o al menos que así lo parezca. La experiencia del desencanto es tan dolorosa como común, y no es sorprendente que un verso de un olvidado poema inglés se convirtiera en un proverbio común: la ignorancia es felicidad.

Todos podemos encontrar razones por las que nosotros y los demás evitamos saber determinadas cosas, y muchas de esas razones son perfectamente racionales. Una trapecista a punto de subir a la barra no haría bien en consultar la tabla actuarial de los que trabajan en su profesión. Incluso la pregunta “¿Me quieres?” debería pasar por varios puntos de control mental antes de ser pronunciada.

Pero cada uno de nosotros tiene también una disposición básica hacia el conocimiento, una forma de desenvolvernos en el mundo a medida que nos llegan las experiencias. Algunas personas sienten una curiosidad natural por saber cómo han llegado las cosas a ser como son. Les gustan los rompecabezas, les gusta buscar cosas, disfrutan aprendiendo el porqué. Otras son indiferentes al aprendizaje y no ven ninguna ventaja especial en hacerse preguntas que parecen innecesarias para simplemente seguir adelante.

Y luego están quienes, por la razón que sea, han desarrollado una especial antipatía hacia la búsqueda del conocimiento, cuyas puertas interiores están cerradas a cal y canto contra cualquier cosa que pueda poner en duda lo que creen que ya saben. Estas actitudes no se limitan a los incultos: todos hemos caído también en estados de ánimo en los que afloran en nosotros mismos, aunque sea de forma atípica.

¿Por qué ocurre esto? Porque buscar y tener conocimiento no es solo una búsqueda cognitiva; también es una experiencia emocional. El deseo de saber es exactamente eso, un deseo. Y siempre que nuestros deseos se ven satisfechos o frustrados, nuestros sentimientos se ven comprometidos.

Dada la rapidez con que todo cambia en la vida actual, ¿no nos parece a menudo mejor dormirnos en nuestros laureles intelectuales y morales? ¿Para qué buscar la verdad si la verdad nos va a exigir el duro trabajo de replantearnos lo que ya sabemos? Del mismo modo que podemos desarrollar un amor a la verdad que nos remueva por dentro, también podemos desarrollar un odio a la verdad que nos llene de un apasionado sentido del propósito. Puede producirse un choque de emociones, en el que el deseo de defender nuestra ignorancia se alce como un poderoso adversario del deseo de escapar de ella.

Una fuente de este choque es que consideramos nuestras opiniones como una extensión de nuestro ser, una prótesis. Cuando se las ataca o descarta, sentimos que se ha tocado algo íntimo. Y cuando se demuestra que nuestras opiniones son erróneas, nos sentimos avergonzados. Sócrates sostenía que no hay vergüenza en equivocarse, solo en hacer el mal. Tenía razón. Pero no es así como nos sentimos inicialmente, sobre todo cuando otra persona expone nuestros errores.

Ningún argumento es incorpóreo. Detrás de cada afirmación hay un afirmador, y es él, no su afirmación, quien hiere nuestro orgullo. Por extraño que pueda parecer, los matemáticos y científicos que debaten sobre asuntos muy alejados de su vida cotidiana pueden ser tan dogmáticos y susceptibles como cualquier partidario político. Se ha descubierto una nueva partícula elemental: ¿Es un salto de gigante para la humanidad o un punto para nuestro bando?

En algún momento todos declinamos la oportunidad de descubrir cómo es algo en realidad. Renunciamos voluntariamente a la oportunidad de conocer la verdad sobre el mundo por miedo a que ponga al descubierto verdades sobre nosotros mismos, especialmente nuestra falta de valor para autoexaminarnos. Preferimos la ilusión de la autosuficiencia y abrazamos nuestra ignorancia por la única razón de que es nuestra. No importa que confiar en una opinión falsa sea la peor clase de dependencia. No importa que por terquedad dejemos pasar una oportunidad de ser felices. Preferimos hundirnos con el barco a que borren nuestros nombres de su casco.

Así que, mientras sacudimos la cabeza ante aquellos encantados por charlatanes y demagogos, no nos eximamos. Todos queremos saber, y queremos no saber. Aceptamos la verdad y nos resistimos a ella. La mente va y viene, jugando al bádminton consigo misma. Pero no parece un juego. Parece como si nuestras vidas estuvieran en juego. Y así es.

The New York Times

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