El viejo mito de los bienes públicos
Apropósito del valor que asignamos a los bienes públicos y del fanático concepto de nacionalismo y soberanía tan en boga en estos días, deberíamos ser realistas y tratar de aprender de experiencias pasadas. La estatización de la mina de oro de Pueblo Viejo, por ejemplo, no pudo ser más decepcionante. El inmenso pasivo ambiental de esa zona es el único legado de esa nacionalización, recibida en su momento como un acto de soberanía reivindicativo de nuestros recursos naturales.
No existe una sola evidencia del beneficio que esa nacionalización le trajera al país o a la provincia Sánchez Ramírez. No existe ni existió nunca una herencia material que pruebe que esa acción pueda ser catalogada como un acto positivo. Mucha gente salió ganando, es cierto, pero a un precio muy alto para el país. Otro ejemplo: la readquisición por el Estado de las empresas distribuidoras. El resultado ha sido la congelación del sistema eléctrico, con apagones y problemas en el suministro similares a los de medio siglo atrás.
Pero si eso es lo que queremos, ¡perfecto! Si la influencia que las iglesias sobre la población sirve para fomentar la protesta contra la inversión en el área minera, no dejemos esa tarea a los pobres curas y pastores de pequeñas comunidades, como hemos vistos en años recientes y que se haga con la dignidad de una pastoral del Episcopado o una carta del Pontífice. Si los partidos y los grupos de presión entienden que la inversión socava la soberanía y es nefasta a la dignidad nacional, expulsemos sin más preámbulos a las multinacionales depredadoras de nuestras riquezas y dejemos esos recursos intactos para siempre.
Ahora bien, si optamos por ese camino ¿quién suplirá los empleos e impuestos que ellas generan? ¿Qué haremos frente a las demandas que sobrevendrán de esas multitudes hambrientas? ¿Quién se aventurará a invertir en este paraíso de nación soberana, pero incapaz de explotar su propia riqueza? Si pobreza y atraso es lo que buscamos no hay mejor camino.