El (vistoso) vínculo que une a Trump y Bezos

Por Frank Bruni

The New York Times

Bruni es un colaborador de Opinión que formó parte del equipo del Times durante más de 25 años.

¿Quién necesita una secretaria de prensa o una sala de conferencias cuando tienes superlativos, la tecla de bloqueo de mayúsculas y tu propia cuenta de Truth Social? Eso parecía pensar el presidente Donald Trump la semana pasada, cuando se encargó de ofrecer boletines de exactitud dudosa que celebraban los ataques militares de su gobierno contra Irán.

El daño, anunció Trump, fue “monumental”. Consiguió la “Destrucción de sus Instalaciones Nucleares”, y luego un “CESE AL FUEGO Total y Completo”. Los analistas políticos se maravillaron de la crudeza de su narración en tiempo real: sin intermediarios, sin filtro. El presidente estadounidense hablando directamente al pueblo estadounidense.

O, mejor dicho, cacareaba. Eso es lo que me sorprendió: no la novedad de la estrategia de comunicación, sino la patencia de la fanfarronería. Alarde sobre alarde sobre alarde. La guerra es un asunto grave; ¿debe, como todos los aspectos de la presidencia de Trump, reducirse a ser un escenario más donde él se pueda pavonear?

Supongo que sí, dadas las patologías del hombre. La crudeza de los tiempos.

Y lo dura que es la competencia: otro exhibicionista con más dinero también invitaba a las miradas del mundo y también se presentaba como un dechado de potencia, aunque utilizaba nupcias que acometen contra el tacto en lugar de bombas antibúnkeres. Jeff Bezos se casaba con Lauren Sánchez, y el largo preludio y las lujosas festividades que rodearon el acontecimiento fueron más una caricatura de la extravagancia que un himno al romance. En las fotografías, ella rebosaba decadencia. Él destilaba autosatisfacción. Parecían saber todo el tiempo —y brillar todo el tiempo— cuando las cámaras estaban sobre ellos. Y aunque se murmuraba algo sobre su deseo de privacidad, no era ni remotamente convincente. No eres recatada cuando has convocado a una caravana de Kardashians a tu fiesta.

Estoy confundido. Cuando alguien insiste tanto como Trump en que todo ha salido bien, sospecho que algo ha salido mal. Cuando alguien proyecta virilidad, frialdad y fabulosidad con tanto ahínco como Bezos, supongo una profunda inseguridad acerca de esos atributos y otros más. Esa es la paradoja autodestructiva de la bravuconería extrema. Se alía con la misma realidad que intenta refutar.

Imagina que, en lugar de caracterizar convenientemente el ataque a Irán como un golpe maestro de una eficacia sin parangón, Trump hubiera dicho: “Estoy seguro de que hemos retrasado significativamente el avance de Irán para tener un arma nuclear, y estoy tan ansioso como todo el mundo por precisar cuánto. Pero sea como sea, debilitamos a un país peligroso y degradamos un régimen malvado. Todos deberíamos estar agradecidos por ello”.

Eso sonaría a verdad. Eliminaría gran parte de su ego de la ecuación. Y limitaría la cantidad de informes escépticos sobre lo que se había logrado y lo que no. No se puede refutar el “aún no lo sabemos”.

Pero la hipérbole obvia exige investigación y corrección, y así, durante la semana pasada, los periodistas han estado indagando, el secretario de Defensa de Estados Unidos, Pete Hegseth, ha estado echando humo, Trump ha estado amenazando con más demandas contra medios de comunicación y un importante asunto de seguridad nacional ha degenerado en otra fea disputa sobre la verdad. No porque los medios de comunicación carezcan de patriotismo, como Trump y sus secuaces afirman de manera simplista y rutinaria. Porque Trump carece de toda modestia y de toda moderación.

Imagina que Bezos hubiera intentado una boda más tranquila. Que hubiera elegido un lugar que reflejara menos hambre de atención que Venecia, en un país cuyo idioma no nos hubiera dado la palabra paparazzi. Que no hubieran llenado la lista de invitados de nombres rimbombantes. Algunos espectadores distantes podrían haber apreciado la sinceridad de la ocasión. Unos pocos podrían incluso haber reflexionado sobre la ternura del amor de la pareja.

Pero Ivanka Trump, Leonardo DiCaprio, Tom Brady, las Kardashians… no creo ni por un nanosegundo que sean los seres más queridos de Bezos y Sánchez, como tampoco creo que Sánchez abordara el cohete de Bezos para viajar al espacio hace unos meses por un interés de mucho tiempo en la astronomía. Las personas que brindaron por Bezos y Sánchez son tótems de carne y hueso de la fama y la exclusividad, mascotas forradas de dinero importadas de la Gala del Met o de los Oscar u otros zoológicos de celebridades donde el decorado más importante es la alfombra roja. Y ese cohete era el siguiente paso del superyate de 500 millones de dólares de Bezos, una oportunidad para que su amada cambiara el bikini por un traje espacial de diseñador. Muy pronto se está quedando sin carrozas ostentosas en las que meterla y exhibirla. Quizá se esté acercando a una máquina del tiempo, que él y ella puedan utilizar para visitar una época dorada anterior.

Bezos es un hombre de logros extraordinarios y asombrosos. Ha cambiado la forma en la que muchos de nosotros vivimos. Pero lo que parece perseguir estos días no es tanto el respeto sino su primo menor y más rápido: la envidia. Esa es la cantera del fanfarrón. Eso es también lo que quiere Trump. Y lo persigue no con obras sustanciales, sino con teatro superficial (¿un desfile militar?), que es otra de las cosas que delatan a los hombres fatuos.

Los alardes no son obras. A menudo son sucedáneos aptos para TikTok e Instagram. De algún modo, hemos cultivado una cultura que invita a ese camuflaje y eleva a las personas que lo llevan con más descaro, aunque los menos impresionables de nosotros puedan verlo como una señal de que el emperador —o el empresario— va desnudo.

The New York Times

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