Elucubraciones fideicomitidas

El país se beneficiará más de la privatización de esa planta y de la defenestración del mito de que el manejo de la clase política de nuestro proceso de desarrollo es enteramente pulcro y efectivo.

Por JUAN LLADO 

En los últimos días se ha desatado una barahúnda contra una posible privatización de la termoeléctrica de Punta Catalina. Detrás de una fiera defensa que hacen algunos de ese patrimonio público se apertrecha la creencia de que el Estado debe retener la propiedad de aquellos activos que le reporten grandes beneficios. El dogma motivador se parece al mantra divino del centralismo estatal en la economía. Por eso es oportuno preguntarnos si debemos seguir profesando una reverencia ciega al manejo estatal de una gran parte de la cosa pública.

En términos prácticos, el desarrollo es un estadio de la sociedad donde todas o la mayoría de las necesidades perentorias de la población están satisfechas. El proceso para conseguir el noble fin del bienestar general se ve tutelado por una clase dirigencial que exhibe diversos intereses y motivaciones. Una simple –y hasta simplista– radiografía de esa clase la bifurcaría entre los políticos y la sociedad civil, siendo la clase política representada por el entramado de los partidos políticos y la segunda por las organizaciones gremiales y las sin fines de lucro. Los motivos propulsores del accionar de ambas son el poder, la codicia y el requisito de la solidaridad.

CEPAL define las diferencias en roles entre el Estado y el sector privado (o sociedad civil) de la siguiente manera: “El mercado y el estado son imperfectamente sustituibles, ya que se trata de instituciones de naturaleza diferente: mientras el primero corresponde a la manera de organizar la producción de bienes y servicios, normalmente por agentes privados, el segundo es un arreglo institucional social en cuyo marco se desarrolla la actividad económica, además de la política, social y cultural.” Está bien establecido que el Estado puede delegar a entidades privadas algunas de sus funciones a través de la figura del fideicomiso u otros contratos. En el caso de Punta Catalina el fideicomiso propuesto tiene componentes mixtos: el fideicomitente, la fiduciaria y el fideicomisario son entes públicos, pero el Consejo Técnico esta formado por individuos privados.

En ese marco la clase política es la clave maestra para el desarrollo. Al ser la que tutela las actuaciones estatales tiene una gravitación determinante a través de la formulación de las políticas públicas y del manejo del fisco. En una sociedad democrática y de libre mercado como la nuestra, las actuaciones de la clase política son influenciadas por los reclamos de la sociedad civil y las preferencias del electorado. Pero cuando prevalece una débil institucionalidad los reclamos de estas últimas instancias son frecuentemente ignorados y el ejercicio del poder se ve dominado por la codicia. El resultado es una canibalización de los procesos de desarrollo para beneficio de algunos individuos que actúan como dirigentes.

Parecería que tal concepción de la clase política se produce en un vacío societal. Sin embargo, cuando la institucionalidad es débil parte de la clase política produce contubernios con algunos elementos de la sociedad civil para perpetrar fechorías y enajenar bienes públicos. De ahí que frecuentemente se acusa a muchos empresarios de ser cómplices de la corrupción y/o testigos de piedra de la antropofagia estatal. Principios enaltecedores como la solidaridad se van al carajo y la moralidad publica se empantana en el fango de la mediocridad. La naturaleza y velocidad del desarrollo se ven así taradas por la codicia y los resultados del quehacer político exudan ineficacia.

En consecuencia, la “envoltura doctrinal” y el endiosamiento de la propiedad estatal como consigna es un acto de ingenuo infantilismo. Los que manejan al Estado son los políticos y cabe a ellos –aunque en ocasiones apuntalados por cómplices de la sociedad civil– el mérito de los avances desarrollistas o la culpa por su retraso e inviabilidad. No debemos engañarnos al propalar una sacralidad quimérica de la gestión del Estado y de sus posibles beneficios porque las cadenas que atenazan el desarrollo son de carne y hueso. La realidad es que al referirnos al Estado estamos refiriéndonos a los políticos que detentan el poder.

Oponerse a la privatización de Punta Catalina aupando su continuado manejo por la clase política es una insensatez. Paradójicamente, los que critican acremente el fideicomiso que propuso el gobierno para manejar esa planta son los mismos que abogan por la delegación de su operación a una empresa privada. Eso equivale a una admisión de la incapacidad del Estado –léase los políticos– para manejar adecuadamente ese activo. Parece contradictorio el afán por mantener en manos estatales la propiedad de la planta y abogar por su manejo privado. Es una contradicción conceptual que no ayuda a la determinación final de su futuro. Se justifica la fiera oposición a la privatización entendida como venta, pero se santifica la operación de la planta por entes privados.

Podría argumentarse que retener la propiedad procede en función de la rentabilidad que pueda devengarse cuando el operador es privado. En nuestro país, sin embargo, la practica más socorrida es citar los ingresos netos de una entidad estatal sin referirlos al capital invertido para saber cuál es su rendimiento anual (o su tasa de retorno). Ese ha sido el caso de Punta Catalina porque ni siquiera se conoce todavía cual fue el monto de la inversión total del Estado. Pero aun cuando esa tasa sea atractiva habría que preguntarse si el capital invertido no tendría mejores usos en tareas que son más propiamente del quehacer gubernamental.

Si el ingreso anual neto es US$200 y el valor de mercado de la planta es US$2,400 millones, el rendimiento anual sería de 8.3%. Pero si ese ingreso se relaciona al costo total de la planta, el cual según algunos ronda los US$3,300 millones, el rendimiento seria de solo 6%. Con la descarbonización que exige el cambio climático, por otro lado, el valor de mercado podría ser solo de US$2,000 millones, lo que implica un rendimiento de un 10%. De cualquier modo, los economistas usan una metodología para calcular la “tasa social de retorno” que habría que aplicar para las comparaciones en base al valor actual de mercado.

El celo de los alarmados estatistas es útil para amedrentar a intereses privados que podrían pretender engullirse la planta mediante manipulaciones espurias. Sin embargo, ese barruntar hace daño al interés público, en tanto estigmatiza un modelo de gestión –el fideicomiso—que está bien establecido en otros países y que comenzó a existir aquí a raíz de la promulgación de la Ley No.189-11. Para consagrar el fideicomiso como el modelo preferido de gestión de ese bien público seria solo preciso que elementos tales como la composición de su Comité Técnico, la reglamentación de las compras y la transparencia de las operaciones fiduciarias fueran mejor configurados y que se eliminara la figura del Fideicomitente Adherente.

La sociedad civil bien intencionada no debe dejarse llevar por los cantos de sirena de los estatistas. No debe satanizar ni el fideicomiso ni la privatización por ser opciones válidas cuando son correctamente encaminadas. Esta última está bien justificada en aquellos casos en que retener la propiedad del bien público no es congruente con las tareas fundamentales del Estado. En una economía de mercado el Estado no tiene entre sus funciones básicas la producción de bienes y servicios que son propios del sector privado. Ahí está la doctrina del “estado facilitador” para probarlo: la producción de electricidad no es una actividad que tenga un rol tan estratégico que no pueda ser privatizada. Al Estado solo le toca reglamentarla y regularla.

La sociedad civil, en su modalidad de sector privado de la economía, es un más eficiente y efectivo productor de bienes y servicios. Esto así porque su propiedad de los medios de producción, avalada por la codicia y el interés propio, por lo general rinde mejores resultados. (Las economías centralizadas han probado ser fracasos estrepitosos; China y Vietnam tienen éxito por ser modelos mixtos.) La producción y distribución de la electricidad en el país ha estado en manos de la clase política por los últimos 50 años y el resultado ha sido una permanente crisis y una grave retranca al desarrollo económico. De ahí que se justifique ahora que todos los activos estatales del sistema eléctrico sean privatizados de cuajo, sin modelos intermedios de administración privada.

Esta sociedad, donde un cuarto de su población vive debajo de la línea de la pobreza y un 40% califica como vulnerable, debe hacer un mejor uso de sus bienes públicos. El capital invertido en algunas actividades propias del sector privado –como por ejemplo los hoteles estatales—tendrá un mejor uso en tareas propias del Estado (educación, salud, vivienda, seguridad ciudadana). Ahora que la prioridad de la política pública debe elevar el gasto en salud el capital proveniente de la venta de Punta Catalina tendría una mayor y mejor rentabilidad social si lo recibido por su venta se invierte, por ejemplo, en ese crucial sector del desarrollo. Dedicar esos recursos a fortalecer las 1,658 unidades de Atención Primaria, por ejemplo, sería más compatible con la solidaridad que administra el Estado para el bien de la sociedad.

Punta Catalina debe ser vendida, pero no sin antes crear las condiciones para que su venta sea políticamente viable, lo cual podría tomar tres o cuatro años. Estas condiciones incluyen la determinación de la inversión total (mediante las auditorias necesarias), la terminación de la relación contractual con la empresa constructora y una tasación que resulte del promedio reportado por tres diferentes firmas tasadoras escogidas por el CES. Mientras, una vez sea aprobada una ley sobre los fideicomisos públicos el gobierno debe abocarse a reconfigurar el fideicomiso temporal. Al final, el país se beneficiará más de la privatización de esa planta y de la defenestración del mito de que el manejo de la clase política de nuestro proceso de desarrollo es enteramente pulcro y efectivo. ¡Seamos sinceros y sensatos!

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