¿Empresarios presidentes?

José Luis Taveras

En la democracia liberal de hoy concurren dos condiciones que pierden frontera: el político y el empresario. Y esto es así porque cada día es más frecuente que uno haga irrupciones en el quehacer del otro. En esa recíproca movilidad emerge el empresario político y el político empresario.

En América Latina una buena parte de los Gobiernos de centro y de derecha han sido dirigidos por empresarios. Así, en el pasado reciente se dan cuenta los casos del mexicano Vicente Fox, del paraguayo Horacio Cartes, del panameño Juan Carlos Varela, del argentino Mauricio Macri, del chileno Sebastián Piñera y del ecuatoriano Guillermo Lasso.

En la actualidad, se destacan el presidente dominicano Luis Abinader (según Blomberg, el más rico de la región), el salvadoreño Nayib Bukele y el ecuatoriano Daniel Noboa, entre otros.

El tránsito del político al empresario es más discreto porque los negocios derivados de la carrera política en América Latina ordinariamente son explotados por prestanombres/vinculados o al amparo de esquemas opacos de control a través de complejas ingenierías corporativas.

La historia, al menos en la región, ha sido una crónica de pobres balances a favor de los gobiernos de empresarios. La mayoría se ha decantado por afirmar el statu quo, marcado por profundas asimetrías sociales que no son tocadas.

No son empáticos con las reformas sociales, suelen priorizar la liberalización del mercado, la mínima intervención estatal, la reducción de los programas sociales, las privatizaciones (ahora con las eufemísticas alianzas público-privadas) así como las políticas de estabilidad macroeconómica.

Por eso los argentinos, que los han tenido, dicen que los gobiernos empresariales son aburridos y los porteños agregan que el populismo al menos «da comedia».

No sabemos qué mueve a un empresario a la política. Es obvio que esa decisión concita motivos de todo timbre, pero también de intereses no siempre puros, sobre todo cuando su candidatura es una propuesta del alto empresariado.

Luis Abinader ha sido el primer empresario en lograr la presidencia desde Antonio Guzmán (1978-1982), quien fue un hacendado terrateniente (ya que Hipólito Mejía, empresario agroindustrial, ha sido más político que otra cosa).

Su discreta pero buena fortuna no alcanza ranking Forbes. No tuvo academia política; se hizo político en el ejercicio del poder. Su decisión de optar por la presidencia fue de inspiración familiar, de ahí que sus gobiernos, situados en la centroderecha, no responden enteramente a esos perfiles ideológicos.

En ese contexto, las gestiones de Abinader han sido eclécticas: combinan la política pragmática/tradicional de corte conservador con perspectivas empresariales de gestión estatal.

Desde esa visión política Abinader continúa con el modelo implantado por el PLD de programas sociales, repartos, subsidios, burocracia inflada (a pesar de las eliminaciones de ministerios y dependencias) y retórica populista; de la gerencia empresarial, en cambio, el presidente toma los esquemas de inversión público-privados, la gestión de los índices macroeconómicos y el crecimiento como ejes del desarrollo, la colocación de tecnócratas en su administración, y la no adopción de reformas económicas ni fiscales, entre otras razones, para no afectar al sector empresarial con una propuesta equitativa.

Ya Abinader delineó las bases de su modelo; dudamos que nos sorprenda con algo distinto. Eso hace que su último gobierno pierda esa reserva de misterio que mantuvo vivo el encanto social y que sus ejecutorias sean típicamente predecibles.

Entra así a un inevitable ciclo de agotamiento en el que las expectativas populares empiezan a decaer en provecho de una oposición que con mucho apetito trata de apresurar la caída.

No sabemos cómo terminará el presidente, pero todo sugiere que el índice de aprobación seguirá cediendo. En su contra obra el hecho de que la población cifró en el cambio expectativas más emocionales que racionales y que el gobierno prometido no se parece al consumado.

Así las cosas, nos cuesta aceptar que otra vez las grandes reformas sociales y económicas no fueron tocadas y que debemos esperar a otros gobiernos o, peor, que por mandato de las crisis haya necesidad de tomarlas en circunstancias incontrolables.

Pensábamos que Abinader estaba claro en ello, pero le faltó el coraje o se impusieron «los condicionamientos».

Y eso, que nunca antes un partido oficial tuvo mejor momento y dominio para promoverlas. La delegación emanada del voto mayoritario fue para eso.

En la segunda mitad del próximo año ya la gente comenzará a pensar en el 2028 y los aspirantes entrarán en un ciclo de ansiedad que les provocará salir a las calles pese a las restricciones electorales.

La sociedad, por su parte, empezará a olvidarse del Gobierno y el presidente a sentir el frío abrazo de la soledad. Un relato decadente que en su momento vivieron los últimos presidentes reelectos: Fernández y Medina.

Un Gobierno que reveló lo que era, penosamente nos obliga a pensar en el perfil del candidato idóneo para un país que tiene décadas buscando el relevo de los que se resisten y políticas troncales de desarrollo.

No creo que sea otro empresario. Reflexionando en el teclado pienso en alguien con estructura mental, claridad/organización de pensamiento, formación ideológica, sensibilidad social, sin ego político ni autopercepción mística.

Que su aspiración, nueva y fresca, venga avalada por algo más que haber sido funcionario o ser carismático (gracioso y joven). Pienso en una mujer o un hombre con agudo «presentimiento» del futuro…

Ya Abinader delineó las bases de su modelo; dudamos que nos sorprenda con algo distinto. Eso hace que su último gobierno pierda esa reserva de misterio que mantuvo vivo el encanto social y que sus ejecutorias sean típicamente predecibles. Entra así a un inevitable ciclo de agotamiento en el que las expectativas populares empiezan a decaer en provecho de una oposición que con mucho apetito trata de apresurar la caída.

Diario Libre

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