En Colombia está surgiendo una nueva guerra
Por Elizabeth Dickinson
The New York Times
Dickinson es experta en grupos armados y crimen organizado en Colombia y Latinoamérica. Escribió desde Bogotá.
Hace unos años, uno de los mayores riesgos de conducir por la región del Guaviare, al sur de Colombia, era quedarse con una llanta atascada en el barro de sus tortuosas carreteras sin pavimentar. El Guaviare, antiguo bastión de la insurgencia izquierdista, se liberó de décadas de control rebelde en 2016, cuando Bogotá firmó un acuerdo de paz para desmovilizar a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Los habitantes de las zonas rurales miraban con esperanza e incredulidad cómo la policía, en lugar de los guerrilleros, patrullaba sus pueblos. Parecía que la paz finalmente había llegado.
Menos de una década después, esa paz ha desaparecido. Artefactos explosivos bordean muchos de los caminos lodosos. Los residentes se aferran a carnets de identidad no oficiales exigidas por los grupos armados para distinguir a sus amigos de sus enemigos. “La guerrilla le da tres opciones ahora”, me dijo hace poco un joven líder comunitario. “O se cumple, o se va, o se muere”.
La efímera tranquilidad del Guaviare forma parte de un alarmante deterioro de la seguridad en Colombia. El acuerdo de paz de 2016 puso fin a medio siglo de guerra y redujo drásticamente la violencia. A medida que los guerrilleros entregaron las armas, las tasas de homicidio en todo el país —que antes estaban entre las más altas del mundo— cayeron por debajo de las de muchas ciudades estadounidenses. Miembros de las antiguas FARC, que durante décadas utilizaron el narcotráfico para financiar su rebelión, abandonaron el tráfico de cocaína.
En la actualidad, Colombia aún está lejos del brutal caos de la década de 1990 y principios de la de 2000. Pero una nueva generación de grupos armados se ha expandido y multiplicado a lo largo del país, y alimenta una explosión de delitos violentos que abarcan desde la extorsión hasta el secuestro y el reclutamiento de menores. El asesinato del aspirante a la presidencia Miguel Uribe Turbay este verano y una reciente oleada de atentados terroristas con bombas y drones auguran mayor violencia antes de las elecciones de 2026.
El regreso de Colombia al conflicto no demuestra el fracaso del acuerdo de 2016, sino una lección sobre la dificultad de sostener la paz. El gobierno ha intentado controlar las regiones que las FARC abandonaron, y desde entonces nuevos grupos criminales han retomado las lucrativas rutas de tráfico de drogas y de personas. Para recuperar el terreno perdido, Colombia necesita volver a los principios que redujeron con tanto éxito la violencia en primer lugar: diálogo, medidas para remediar la desigualdad y la exclusión política que propician la actividad criminal, además de una sólida estrategia de seguridad para presionar a los grupos armados.
El repunte de la violencia tiene orígenes múltiples. Aunque las FARC se disolvieron formalmente en cuestión de meses, las batallas políticas sobre los aspectos polémicos del acuerdo, como la justicia transicional y los derechos de las víctimas, se han prolongado durante años. La burocracia del Estado no estaba preparada para los retos que planteaba el cumplimiento de algunos de sus compromisos más complejos, como abordar la desigualdad rural, desincentivar el cultivo de coca entre los agricultores y garantizar los derechos políticos de todos los colombianos.
Grupos armados y nuevas y ambiciosas organizaciones criminales llenaron rápidamente el vacío de poder en muchos antiguos territorios rebeldes, al detectar oportunidades en zonas donde las FARC habían cedido el control, y donde el gobierno había estado ausente durante mucho tiempo. Allí donde el Estado no podía prestar servicios con la suficiente rapidez, nuevos grupos armados llegaban con misiones médicas y fondos para la construcción de carreteras. Donde no se encontraban jueces para brindar acceso a la justicia, los delincuentes imponían sus penas por delitos como la violencia doméstica, el chisme y el quebrantamiento del toque de queda.
Al gobierno de Bogotá le ha costado responder. Para cuando el presidente Gustavo Petro, antiguo guerrillero, asumió el cargo en 2022, esta nueva generación de armados ya competía por el poder. Petro argumentó acertadamente que la desmovilización de las FARC había abierto el camino a los saboteadores criminales, y su política insignia, denominada “paz total”, proponía negociaciones simultáneas con todos los grupos armados restantes, junto con una pausa en la mayoría de las operaciones ofensivas contra ellos. La implementación del acuerdo de 2016 se ralentizó mientras la atención se centraba en nuevas conversaciones.
Ahora, la estrategia de Petro también se ha estancado, en parte porque el conflicto ha cambiado. A diferencia de las FARC, que pretendían tomar el poder en Bogotá, las organizaciones armadas actuales se centran en controlar una economía ilícita que va mucho más allá del tráfico de drogas. Han aprendido que luchar contra el Estado es costoso, pero intimidar y cooptar a la población civil es barato, y eficaz. La mayor parte de la violencia en Colombia ahora se concentra en luchas entre grupos armados por territorio e ingresos, o contra civiles que se atreven a oponerse a su régimen criminal.
Las comunidades de las regiones con presencia armada dicen que el papel de los grupos en su vida cotidiana es opresivo y meticuloso. En Guaviare, por ejemplo, el simple hecho de caminar sin el carnet puede acarrear una pena de trabajo comunitario forzoso. Los miembros de los grupos no suelen llevar uniforme. Viven entre la población local y la reclutan, gobernándola al servicio de sus intereses comerciales. Ninguna estrategia militar puede desarticular este profundo nivel de infiltración social por sí sola.
El gobierno de Petro ha hablado de paz con muchos de estos grupos y ha aprendido lecciones vitales sobre cómo adaptarse a este nuevo tipo de conflicto. En las conversaciones con un grupo del Guaviare, por ejemplo, inicialmente el gobierno ofreció inversiones en proyectos de desarrollo comunitario a cambio de que los criminales pusieran fin a la deforestación y desescalaron la violencia. Sin embargo, a corto plazo, esta experimentación ha tenido un costo: en tan solo tres años, el número de combatientes armados y auxiliares ha aumentado aproximadamente un 45 por ciento.
Con un año restante en el cargo, Petro aún puede dar la vuelta a la situación de seguridad. Pero su labor será aún más difícil si Estados Unidos —el principal aliado militar, donante y socio comercial de Colombia— retira su apoyo prolongado.
Se espera que a mediados de septiembre la Casa Blanca decida si “descertifica” a Colombia como socio en la guerra estadounidense contra las drogas, por sus presuntas fallas en la lucha contra el narcotráfico internacional, lo que permitiría a Estados Unidos recortar drásticamente la ayuda militar y de otro tipo. Esta medida asestaría un golpe devastador a la capacidad de Colombia para combatir la creciente inseguridad y podría socavar los propios esfuerzos del ejército estadounidense para combatir el crimen organizado, una prioridad declarada del gobierno de Trump.
Durante años, el apoyo colombiano a la política antinarcótica estadounidense ha ayudado a Estados Unidos a incautar drogas, capturar e interrogar a capos y trabajar para desentrañar las redes mundiales de tráfico, sin necesidad de las muertes innecesarias del ataque del martes pasado contra lo que, según funcionarios estadounidenses, era un barco cargado de droga en el Caribe. La pérdida de financiación de la USAID ya ha eliminado cientos de millones de dólares del presupuesto humanitario de Colombia. Más recortes perjudicarían décadas de progreso hacia un frágil equilibrio, y envalentonarían a las redes criminales cuyos mercados ilícitos se extienden hasta Estados Unidos.
Como han demostrado décadas de experiencia, no existe una solución exclusivamente militar a la violencia de Colombia. Para desmantelar el control de los grupos armados son esenciales un diálogo significativo e inversiones en las zonas del país propensas al conflicto. Si vincula la continuación de las conversaciones a programas sociales sólidos y a una estrategia de seguridad calibrada, Petro aún puede dar impulso al acuerdo de 2016 y trabajar hacia la “paz total” que ha prometido. Para los habitantes del Guaviare, la paz puede ser algo más que una ilusión pasajera.
The New York Times