Encuestas versus votos
Carmen Imbert Brugal
El camino ha sido tedioso, obra sin clímax, con final conocido. Será recordado este periodo electoral como aburrido, solo la expectativa de un “debate” inédito atrae. Debate aparte, el interés se concentra en la próxima medición de la popularidad del presidente antes de la celebración de las elecciones y es fácil augurar un resultado tan favorable que convertirá en innecesaria la votación. Beneficiado con amplia ventaja frente a los opositores en sucesivas encuestas, pierde mérito aquello de “el verdadero resultado será el día de las elecciones”. Es la “nueva política” con respaldo masivo de minorías como si se tratara de oxímoron sociológico. Vale la suma y ponderación geométrica, para decidir el mando. Las encuestas sustituyen el escrutinio, se convierten en una opción expedita, económica y evitan complicaciones. Ahorran trabajo y garantizan continuidad sin riesgos ni fatigosos protocolos. El procedimiento sería cónsono con el latir del colectivo, una modificación ad-hoc de la Constitución permitiría la realización.
El ensayo de atender la voz del pueblo como la voz de Dios, comenzó con las condenas irrevocables en la plaza pública. Por aclamación fue decidida la culpabilidad de los escogidos y el proceso penal es una formalidad para ratificar y complacer la demanda de la calle. Ahora acontece con la utilidad del voto, su valor sucumbe porque la población encuestada ha decidido que el presidente siga al mando. Dirigida o espontánea la resolución no es la cuestión, afecta poco, la percepción dicta y no hay peligro en seguirla.
El Manifiesto Comunista -1848- comienza con el fantasma que recorre Europa augurando la bienhechora llegada del comunismo, en este pequeño espacio insular no es un fantasma sino la presencia inmarcesible del presidente que recorre el territorio augurando bienestar y gozo. La apuesta es a la permanencia de un insospechado líder que se asienta en el corazón de la nación. ¿Cómo ha sido? ¿cómo ocurrió el fenómeno? Preguntas para la conceptualización ausente en el precario pensamiento criollo, hoy vencido por los alardes y balbuceos del poderío ágrafo y delincuencial, aliado al mando.
El gobernante es una especie de redentor, padre de la patria nueva, gigante en tierra de liliputienses, fascinados con su halo. Impermeable, invulnerable, omnipresente, omnisciente, su aceptación es inmutable.
En sus proclamas estentóreas los humillados y ofendidos no existen. Es portador de una espada liberadora que trasciende, va más allá de las carencias legendarias. Él llegó para enfrentar, desde la cúspide, a la canalla corrompida, malhechores del pasado que, como las oscuras golondrinas de Bécquer, promete que jamás volverán. Y nada más importa, la premisa de la pureza decide la continuación. El mensaje aquieta reclamos, soporta la inseguridad, la violencia, el dominio de los barrios por el microtráfico, tanto o más poderoso que los impunes narcopolíticos. La ostentación de superioridad ética, dicen las mediciones, permite soportar el caos, el embate de los motoristas, la incontrolable oleada de haitianos que ocupan parajes, municipios, barriadas. Sirve asimismo para conjurar el desborde carcelario y la matanza de presuntos culpables. Las encuestas suplantaron la boleta, el hombre seguirá a caballo, como “el jefe”, cuatro años más.
Hoy