Entre misiles y átomos: alto riesgo de la agresión israelí

Por Julio Santana

«Si queremos ser tomados en serio cuando hablamos de moralidad, debemos ser consistentes, no selectivos.»- Noam Chomsky.

Justo cuando me disponía a retomar mi serie de artículos sobre el INABIE, un suceso inesperado y de consecuencias críticas irrumpe en la agenda mundial: los bombardeos israelíes contra instalaciones nucleares y civiles iraníes perpetrados el jueves 12 y el viernes 13 de esta semana.

Lejos de constituir operaciones aisladas, estos ataques encadenan un nuevo y estremecedor capítulo en la escalada de tensiones que sacude Oriente Medio. Más que meras demostraciones de fuerza, obedecen a una estrategia militar de altísimo riesgo cuyo verdadero propósito parece ser impedir cualquier posibilidad de distensión entre Irán y Estados Unidos, precisamente en un momento en que algunos sectores de Washington exploran vías diplomáticas alternativas con Teherán, al margen de la posición de Tel Aviv.

Pero lo más alarmante no es solo el carácter unilateral de estas agresiones, sino el precedente que sientan. Somos testigos de la normalización del uso de la fuerza contra infraestructuras que forman parte del sistema internacional de salvaguardias nucleares. En otras palabras, se ha cruzado una línea peligrosa.

Así lo denunció el propio director del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), Rafael Grossi, quien calificó los ataques israelíes como “profundamente preocupantes”, recordando que las instalaciones nucleares nunca deben ser atacadas, independientemente del contexto o las circunstancias, ya que podrían dañar tanto a las personas como al medio ambiente. Más aún, advirtió que estas acciones tienen graves consecuencias para la seguridad nuclear, la protección y las salvaguardias, así como para la paz y la seguridad regional e internacional.

 Frente a esto, el silencio cómplice de las potencias occidentales es clamoroso. Nadie parece dispuesto a recordar que el Derecho Internacional prohíbe expresamente los ataques contra instalaciones de carácter civil y nuclear. ¿Dónde está el Consejo de Seguridad? ¿Dónde están los defensores del multilateralismo y del orden basado en reglas?

Estados Unidos, por su parte, continúa navegando entre dos aguas. Mientras la Casa Blanca de Trump intenta relanzar su aproximación realista con Irán —sin compromisos ideológicos—, el lobby proisraelí presiona con fuerza para dinamitar cualquier acuerdo que no cuente con su aval. Esta pugna interna es clave para entender por qué acciones como las de Israel no reciben ni siquiera una condena diplomática. Las agresiones militares se convierten así en herramientas para manipular negociaciones, imponer condiciones y abortar iniciativas de paz.

Pero el juego de fuego acaba de tener una respuesta.

En la noche del viernes 13 de junio, Irán lanzó una ola de ataques de represalia, utilizando misiles balísticos y cientos de drones en respuesta a la ofensiva israelí de las horas previas que afectó instalaciones nucleares, altos mandos militares, connotados científicos y otras infraestructuras estratégicas. Según fuentes oficiales de la República Islámica, el castigo era inevitable y están cumpliendo su promesa.

La ofensiva incluyó el lanzamiento de al menos 100 misiles, varios de los cuales impactaron en zonas cercanas a Tel Aviv, según informes citados por The Times of Israel. Las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) confirmaron que “todo Israel está bajo fuego”, mientras desplegaban sus sistemas de defensa y ordenaban a la población civil dirigirse a refugios antiaéreos y mantenerse en alerta.

Teherán ha decidido responder, y lo hace con un mensaje inequívoco. No pretende escalar el conflicto, pero tampoco permitirá que se viole impunemente su soberanía ni que se ponga en jaque la estabilidad regional con amenazas que bordean el umbral nuclear. Occidente, por su parte, actúa como si ignorara que está provocando a una nación con memoria larga y raíces profundas.

Irán no es un actor menor en la historia. Es el heredero del antiguo Imperio Persa, que bajo los Aqueménidas (550–330 a.C.) extendió su dominio por vastas regiones del mundo conocido; que bajo los Sasánidas (224–651 d.C.) se enfrentó con firmeza al poder de Roma y Bizancio; y que dio lugar, en otros periodos, al orgulloso Imperio Parto.

No se trata únicamente de geopolítica, sino también de identidad, de legado, de una dignidad milenaria que no ha sido olvidada por su pueblo. Lo ignoraron en Afganistán, lo repitieron en Irak, y ahora reinciden en su obsesión con contener a China. La arrogancia de no aprender del pasado puede tener un alto precio.

En este contexto, la declaración de Grossi adquiere un valor que va más allá del ámbito técnico. Su disposición a viajar a Irán para garantizar la seguridad nuclear y evaluar los daños es un gesto diplomático de alto nivel, que contrasta con la inacción de otras agencias y gobiernos que prefieren mirar hacia otro lado.

El mundo se encamina peligrosamente hacia una zona de sombras, donde las reglas dejan de importar y los intereses de unos pocos imponen el ritmo de los acontecimientos. Si se consiente el bombardeo de instalaciones nucleares bajo el pretexto de la seguridad nacional, entonces habremos retrocedido décadas en el esfuerzo global por contener los riesgos de una catástrofe atómica.

Lo más inquietante es que los ataques contra Irán no buscan frenar una amenaza inminente, sino condicionar el equilibrio geopolítico de la región a favor de una potencia que actúa al margen del derecho. Es un mensaje no solo a Irán, sino a todo país que intente ejercer soberanía fuera del eje hegemónico occidental.

¿Hasta cuándo la comunidad internacional permitirá que se juegue con fuego en el corazón del mundo islámico? ¿Cuántos Grossi más deben alzar la voz antes de que el mundo reaccione?

Acento

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