¿Es posible arreglar la Constitución de EE. UU. antes de que nos destruya?

Por Michelle Goldberg

The New York Times

Así de endeble se ha vuelto nuestro sistema constitucional: el destino de las elecciones de 2024 en Estados Unidos podría depender de la integridad de un único senador republicano del estado de Nebraska.

Para entender la razón es necesario adentrarse un poco en las complejidades del Colegio Electoral. Casi todos los estados utilizan un sistema en el que el ganador se lo lleva todo para repartir sus electores presidenciales, pero Nebraska y Maine asignan algunos electores por distrito electoral. En 2020, Joe Biden obtuvo uno de los cinco votos electorales de Nebraska, y Donald Trump ganó un elector del Maine rural. Este año, el camino más claro para Kamala Harris a la victoria es ganar los llamados estados del muro azul de Pensilvania, Míchigan y Wisconsin, además de un voto electoral en Nebraska.

Una de las razones por las que ambos estados se han resistido a la presión partidista para cambiar al sistema de “todo o nada” es la suposición de que si uno lo hacía, el otro también lo haría, equilibrando así cualquier efecto del Colegio Electoral. Pero este año los republicanos esperaron a que fuera demasiado tarde para que Maine cambiara sus reglas antes de empezar a presionar para cambiarlas en Nebraska. Si tuvieran éxito y Harris mantuviera el muro azul, pero perdiera los otros estados de tendencia electoral incierta, habría un empate en el Colegio Electoral. Por primera vez en 200 años, la elección pasaría a la Cámara de Representantes, donde cada delegación estatal tendría un voto y Trump sería casi con toda seguridad investido presidente.

Hasta ahora, un hombre, el senador estatal Mike McDonnell, quien desertó del Partido Demócrata esta primavera, se interpone en el camino del Partido Republicano. Todos deberíamos estar agradecidos por su valentía. Pero la presión de su nuevo partido sobre él será intensa, y aún puede cambiar de opinión en las próximas semanas.

Tanto si McDonnell se mantiene firme como si no, esta es una forma absurda de dirigir una superpotencia supuestamente democrática. El Colegio Electoral —creado en parte, como ha demostrado el académico Akhil Reed Amar, para proteger la esclavitud— ya nos ha dado dos presidentes en el siglo XXI que perdieron el voto popular, y sigue deformando nuestra política. Es una de las razones por las que Erwin Chemerinsky, decano de la Escuela de Derecho de la Universidad de California en Berkeley y eminente jurista, ha llegado a angustiarse a causa de la Constitución a la que ha dedicado gran parte de su vida. “Creo que si no se solucionan los problemas de la Constitución —y si el país sigue por el camino actual— nos dirigimos a serios esfuerzos de secesión”, escribe en su nuevo y estimulante libro, No Democracy Lasts Forever: how the Constitution Threatens the United States.

La descripción que hace Chemerinsky de la forma en que nuestra Constitución frustra la voluntad popular —incluyendo el Colegio Electoral, la creciente ventaja de los pequeños estados en el Senado y la deshonesta Corte Suprema— le resultará familiar a los lectores de libros como La dictadura de la minoría, de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, publicado el año pasado. La parte sorprendente de su argumento es su llamamiento a una nueva convención constitucional, que según el Artículo V de la Constitución puede ponerse en marcha con el voto de dos tercios de los estados.

Muchos en la derecha han soñado durante un largo tiempo con una convención del Artículo V, con la esperanza de aprobar cosas como una enmienda para equilibrar el presupuesto. Chemerinsky quiere utilizar el proceso para impulsar los cambios que buscan los progresistas. Es imperativo, escribe, “que los estadounidenses empiecen a pensar en redactar una nueva constitución para crear un gobierno más eficaz y democrático”. Sin reformas radicales, teme, el país podría venirse abajo.

Chemerinsky llegó a su visión de nuestra difícil situación, un tanto desesperanzada, con reticencia. “Lo que lo hace doloroso es el pesimismo subyacente o la sensación subyacente de crisis”, me dijo. “Soy optimista por naturaleza”.

Ese optimismo parece motivar su creencia de que un país tan polarizado como el nuestro aún es capaz de lograr un cambio positivo arrollador. “Quiero creer que si un grupo de hombres y mujeres se reunieran y tuvieran que redactar una Constitución que supieran que tendría que ser ratificada por el país, elaborarían un documento mejor que el que tenemos ahora”, dijo Chemerinsky. “Y si fracasaran, si se descarrilara, no se aprobaría”.

Yo no comparto su fe. Mi temor es que, aunque nuestra Constitución se ha convertido en una especie de jaula, también es lo único que mantiene unidas a las facciones hostiles del país. La paradoja de nuestro documento fundacional es que es a la vez un acelerador del autoritarismo y un baluarte contra él. La Constitución es la razón por la que Trump podría volver a ser presidente en contra de los deseos de la mayoría. Pero si eso ocurre, la Constitución sería una de las pocas herramientas que tenemos para frenarlo. Dadas nuestras furiosas divisiones, dudo que podamos ponernos de acuerdo en una nueva y mejor.

Pero estoy de acuerdo con Chemerinsky en que, debido a los profundos defectos estructurales de nuestra Constitución, la unión es más frágil de lo que muchos suponen. Y como él, puedo visualizar fácilmente a Estados Unidos llegando a un punto en el que la idea de una división deje de parecer impensable.

Estados Unidos podría, por supuesto, tener suerte. Para estas elecciones, McDonnell podría seguir resistiéndose a las súplicas de su partido, o Harris podría ganar suficientes votos en el Colegio Electoral para que cualquier argucia en Nebraska fuera discutible. Con el tiempo, el Congreso podría promulgar cambios que reduzcan algunas de las distorsiones antidemocráticas de nuestro sistema. Una ley sugerida por Chemerinsky obligaría a todos los estados a asignar sus electores proporcionalmente, de modo que todos los votantes, independientemente de las tendencias partidistas de sus estados, tuvieran un papel en la elección del presidente. Y con el tiempo, la demografía de Estados Unidos y sus coaliciones políticas podrían cambiar en maneras que ayudaran a nuestra política a salir de este enredo. Si Texas se convirtiera en un estado demócrata, por ejemplo, los conservadores podrían verse de pronto abiertos a una reforma del Colegio Electoral.

Pero ahora mismo, nos enfrentamos a otras elecciones en las que Trump podría ganar tras perder el voto popular. Lo más probable es que tenga un Senado controlado por los republicanos, aunque la mayoría de las personas que acudan a las urnas voten por los demócratas. Actuará bajo la protección de una Corte Suprema poco confiable para muchos —la única entre todas las democracias importantes en la que los jueces son vitalicios— que ha concedido a los presidentes una impunidad generosa por los delitos que cometen en el cargo. “Los errores cometidos en 1787 nos persiguen en el siglo XXI”, escribió Chemerinsky. La cuestión es si Estados Unidos es capaz de corregirlos antes de que nos destruyan.

Michelle Goldberg es columnista de Opinión desde 2017. Es autora de varios libros sobre política, religión y derechos de las mujeres, y formó parte de un equipo que ganó un Premio Pulitzer al servicio público en 2018 por informar sobre el acoso sexual en el lugar de trabajo.

The New York Times

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