Esos consulados
Carmen Imbert Brugal
La historia de los consulados y cónsules dominicanos espera un escriba atrevido. Los intentos para controlar y evitar desmanes en esas sedes son muchos. Leyes y reglamentos pretenden regulaciones que, en nombre de la conveniencia, se olvidan. Los más optimistas dicen que las infracciones y la consecuente impunidad son asuntos del pasado. Creer o no creer es la apuesta.
A pesar de los avances tecnológicos, de la vigilancia y constante comunicación, en esos espacios la creatividad florece y la acción delictiva es difícil de detectar. Cuando ocurre, antes de cualquier intento procesal se redactan los pactos para el silencio, sin importar el precio. Las amenazas se suceden porque hay negocios cuyo origen es imposible develar y favores que jamás serán satisfechos.
Desde la época de la “irrestricta sumisión”- como califica Joaquín Balaguer la condición humana durante la tiranía- hasta la contemporaneidad, las tropelías son muchas.
La diferencia con otro tiempo está en el talante de quienes desempañaban esas funciones. Otrora, fueron personajes poseedores de una perversa brillantez, incomparable con la mediocridad del relevo. Usaron sus posiciones como atalaya para espiar, denunciar, también fungieron como cómplices de acciones deleznables. Dispuestos a realizar cualquier encomienda sin importar las consecuencias, desde contrabando, tráfico ilícito de personas, armas, joyas, hasta intromisión en asuntos delicados, propios de los estados receptores.
Después, con la democratización, los consulados fueron refugio para el miedo y las culpas, prestos para compensar a ilustres personalidades mientras encontraban lugar en el nuevo orden. Asimismo, se otorgaban como premios a militantes connotados y a sus parientes y desde esas posiciones servían de enlace para mantener prosélitos y agenciarse beneficios personales.
“Evaluar rigurosamente los aportes que rinde al país cada embajada, misión y consulado” fue una de las aspiraciones del canciller cuando redactó el acápite dedicado a Relaciones Exteriores del programa de gobierno del PRM.
Las promesas de cambio en el servicio consular siempre resultan atractivas, pero algo ocurre que detiene ímpetus transformadores cuando la real politik aflora. Basta releer decretos para constatar la realidad.
Luego de los reportajes de Carolina Pichardo, publicados en el Listín Diario, con el detalle del mercado de visas dominicanas en Haití, se desconoce la reacción de la autoridad competente. El contenido del trabajo es desolador, su lectura revive esa sensación de impotencia institucional que nos persigue y ningún discurso redentor remedia. Mentís contundente que resta brillo a las candilejas, a la recurrente taumaturgia que prefiere la aparatosidad antes que la aplicación de la ley. Por eso aburre reiterar que el trajín persecutor de la camiona es misión tan inútil como agotadora. Como cansino es repetir que pervive la fragilidad de los controles en una frontera prodiga para quienes conocen recovecos y saben evadir drones, tanques, helicópteros. La fórmula para acallar reclamos es la misma: el poder convoca y demuestra “in situ” los avances del blindaje fronterizo. La protección no alcanza los portones que separan y unen, tampoco contiene pedreas, peajes, ni las mandarrias que reclaman entrada a la parte este de la isla. Blindaje tienen los mercaderes, delinquen, aunque sus consulados estén cerrados.