Estados Unidos y su guerra civil fría: la fractura de una república dividida
Juan Temístocles Montás
Quienes damos seguimiento a los acontecimientos en Estados Unidos observamos con asombro el nivel de polarización alcanzado por la sociedad estadounidense. El Pew Research Center define esta polarización como “la enorme y creciente brecha entre liberales y conservadores, republicanos y demócratas”. Una encuesta de marzo de 2024 de dicho centro revela que ocho de cada diez adultos estadounidenses consideran que los votantes de ambos partidos no solo discrepan sobre políticas públicas, sino que ni siquiera comparten hechos básicos sobre la realidad del país. La consecuencia es una sociedad radicalizada, desconfiada y emocionalmente dividida.
La literatura académica ha comenzado a describir esta situación bajo el concepto de una “guerra civil fría”. El término, introducido en 2017 por el ensayista conservador Angelo Codevilla, plantea que en Estados Unidos coexisten dos constituciones sociopolíticas en pugna, con visiones morales, normas y fuentes de legitimidad distintas. La confrontación no es militar, sino cultural e institucional.
Jim Belcher, en su obra Cold Civil War (2022), amplió el concepto más allá de la ciencia política, analizando cómo la polarización se filtra hacia la religión, la educación y la cultura cívica, hasta moldear identidades antagónicas que apenas comparten un espacio nacional común.
Figuras del ámbito intelectual y artístico, como la novelista y ensayista Siri Hustvedt, han coincidido en esta caracterización. En una entrevista con La Vanguardia (Barcelona), señaló que «la mitad de Estados Unidos se opone a la otra mitad y nadie sabe cómo acabará esto, si es que acaba, o si este será el final de la república».
El malestar social no es solo retórico. Una encuesta de The Economist y YouGov (2022) mostró que dos de cada cinco estadounidenses creen probable una guerra civil en los próximos años. Según Pew (2024), más del 80% de los votantes se identifica rígidamente con un bloque ideológico —liberal o conservador— y exhibe niveles mínimos de confianza hacia el partido opuesto.
La desconfianza institucional es igualmente alarmante: solo el 20% confía en el Congreso y menos del 25% en los medios de comunicación (Gallup, 2024). Esta pérdida de credibilidad revela una erosión profunda de la legitimidad democrática y una crisis del consenso sobre las reglas del juego político.
Por ello, tanto The Economist Intelligence Unit como el V-Dem Institute han degradado a Estados Unidos a la categoría de “democracia defectuosa”, aludiendo a la combinación de polarización extrema, desigualdad y disfuncionalidad institucional.
Los efectos sobre la gobernabilidad son visibles. Las tensiones internas han paralizado decisiones fiscales y presupuestarias estratégicas, disminuyen la eficiencia administrativa y erosionan la confianza de los inversionistas. Uno de los resultados más recientes de esa fractura ha sido el cierre temporal del gobierno federal por falta de acuerdo entre demócratas y republicanos.
En el plano internacional, la fragmentación política limita la coherencia de la política exterior. Cada cambio de administración provoca giros abruptos en áreas clave —comercio, energía, migración, medio ambiente y defensa—, debilitando la credibilidad estadounidense ante sus aliados.
La actual fase de polarización tiene raíces culturales, económicas y tecnológicas. La desigualdad social, la concentración mediática, la desinformación digital y la radicalización de las redes partidarias alimentan un ciclo de enfrentamiento permanente.
Aunque la probabilidad de una guerra civil abierta sigue siendo baja, la de un deterioro institucional sostenido es alta y creciente. Este escenario erosiona la calidad de la democracia estadounidense, debilita su liderazgo global y transmite inestabilidad al sistema internacional.
Para evaluar la evolución de esta crisis conviene seguir de cerca: 1) el aumento de amenazas y violencia política, especialmente contra funcionarios electorales y jueces; 2) una caída persistente de la confianza en las instituciones y en la prensa; 3) una retórica secesionista que ya se manifiesta en algunos estados; 4) la incapacidad de las élites políticas para generar consensos básicos sobre gobernabilidad y legitimidad electoral; y otras.
Si estas tendencias no se revierten, Estados Unidos podría derivar hacia un modelo de competencia política permanente sin gobernabilidad efectiva, donde los mecanismos democráticos subsistan formalmente, pero pierdan contenido real.
La polarización estadounidense no es un fenómeno pasajero. Su desenlace afectará no solo a los estadounidenses, sino al conjunto del orden internacional. Por ello, las democracias —incluida la dominicana— harían bien en observar este proceso como una advertencia: la erosión democrática comienza siempre por la pérdida del respeto mutuo y de la verdad compartida.

