Estamos atrapados en la realidad de Trump. Así es como podemos escapar

Por Ben Rhodes

The New York Times

Rhodes, colaborador de Opinión, es autor de After the Fall: The Rise of Authoritarianism in the World We’ve Made, su libro más reciente.

En Eddington, la nueva e inquietante película del director Ari Aster, se captura la tendencia estadounidense a vivir obsesivamente en el presente. Mientras un pueblo de Nuevo México se desgarra por los mandatos de las mascarillas de la era covid, el movimiento Black Lives Matter y las teorías de la conspiración, un conglomerado sin rostro construye un centro de datos en las cercanías, una manifestación física de nuestro futuro dominado por la tecnología. Es un mensaje poco sutil: las compulsiones a corto plazo nos impiden ver las fuerzas que están rehaciendo nuestras vidas.

En el caos que retrata el filme, Donald Trump está afuera de la pantalla y es omnipresente al mismo tiempo. Durante la década en que ha dominado nuestra política, ha sido causa y síntoma del desmoronamiento de nuestra sociedad. Su ascenso dependió del matrimonio entre el capitalismo desenfrenado y la tecnología no regulada, que permitió que las redes sociales demolieran sistemáticamente nuestra capacidad de concentración y nuestra experiencia de la realidad compartida. Y encarnó una cultura en la que el dinero ennoblece, los seres humanos son marcas y la capacidad de avergonzarse es una debilidad.

En la actualidad, parece haber completado su conquista de nuestra psique nacional. Como nos recuerda de una manera dolorosa Eddington, el primer gobierno de Trump, en comparación moderado, acabó en una pandemia catastróficamente mal gestionada, protestas masivas y una insurrección violenta. El hecho de que regresara al poder incluso después de esas calamidades pareció confirmar su instinto de que Estados Unidos se ha convertido en una empresa con un margen de error ilimitado, un lugar donde los individuos —al igual que las superpotencias— pueden evitar las consecuencias de sus actos. “Mucha gente pensaba que era imposible que yo protagonizara un regreso político tan histórico”, dijo en su discurso inaugural. “Pero como ven hoy, aquí estoy”.

Aquí estoy. ¿El mensaje implícito? Cuando miramos a Trump en el escenario, nos vemos a nosotros mismos.

Como era de esperarse, el segundo gobierno de Trump se ha atiborrado de “victorias” a corto plazo a expensas del futuro. Ha creado billones de dólares en deuda prospectiva, ha intimidado a todos los países de la Tierra, ha desregulado la expansión de la inteligencia artificial (IA) y ha negado la realidad científica del calentamiento global. Ha ignorado las cuentas que no cuadran, las guerras que no terminan en los plazos de Trump, a los directores ejecutivos que pronostican lo que podría ser una enorme pérdida de puestos de trabajo si la IA transforma nuestra economía y las inundaciones catastróficas, heraldos de un clima cambiante. Trump declara la victoria. La cámara se centra en el siguiente objeto brillante. Las consecuencias negativas pueden ocultarse hoy y atribuirse a otros mañana.

Los demócratas también están atrapados en este cortoplacismo. Oponerse a cada acción de Trump puede ser moral y prácticamente necesario, pero también refuerza su dominio sobre los acontecimientos. Cada día trae una nueva batalla, que genera una indignación que desborda su capacidad de presentar una alternativa coherente. El partido pasa más tiempo defendiendo lo que se está perdiendo que imaginando lo que ocupará su lugar. La opinión pública mira fijamente a los teléfonos en vez de mirar algún horizonte.

Todos vivimos en un presente desorientador, arrastrados por corrientes que no controlamos. Las distracciones abundan. Los centros de datos se construyen. Y olvidamos la inconveniencia de la propia realidad: Trump puede escapar a las consecuencias de sus actos; el resto de nosotros, no.

Esta crisis de cortoplacismo se ha gestado durante mucho tiempo.

En las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría fue una fuerza disciplinadora. La competencia con los soviéticos obligó a ambos partidos a apoyar —o al menos aceptar— iniciativas tan diversas como el estado de seguridad nacional, la investigación básica, la educación superior, el desarrollo internacional y los derechos civiles. A pesar de las diferencias partidistas, existía un consenso a largo plazo en torno al propósito de la nación.

Con el final de la Guerra Fría, la política descendió a un combate político partidista sobre cosas aparentemente pequeñas, desde escándalos fabricados hasta guerras culturales. Esta espiral se suspendió, de manera breve, para lanzar la guerra contra el terrorismo, el último gran esfuerzo bipartidista por rehacer el gobierno al servicio de un objetivo a largo plazo, en este caso, uno dudoso: librar una guerra eterna en el extranjero mientras se hace más segura gran parte de la vida estadounidense en casa.

Cuando Barack Obama asumió el poder, se había instalado una asimetría desestabilizadora. Los demócratas consintieron la guerra contra el terrorismo y los republicanos nunca aceptaron la legitimidad de reformas como el Obamacare o la transición hacia una energía limpia. El fallo en el caso de Ciudadanos Unidos contra la Comisión de Elecciones Federales provocó una avalancha de dinero hacia la política e incentivó el cortejo constante de donantes más decididos a impedir la acción gubernamental que a fomentarla. Los tribunales se politizaron cada vez más. La fractura de los medios de comunicación impulsada por internet recompensó el espectáculo y las teorías de la conspiración en lugar del contexto y la cooperación. Desde 2010, el único escenario para legislaciones importantes han sido los grandes proyectos de ley sobre impuestos y gastos, que supusieron vertiginosos cambios durante el primer gobierno de Trump y el gobierno de Joe Biden.

El segundo gobierno de Trump ha normalizado por completo el ethos del cortoplacismo. Trump tiene una promesa general sobre el futuro. Pero se basa en lo que está destruyendo, no en lo que está construyendo. Al desmantelar el Estado administrativo, privar al gobierno de fondos, desregular la economía, desmoronar el orden internacional, castigar a los países con aranceles arbitrarios y blanquear la nación mediante deportaciones masivas, dará marcha atrás a la globalización que ha dado forma a nuestras vidas y al gobierno que se construyó durante la Guerra Fría. Ha dicho que, al otro lado de esta destrucción, nos espera una nueva “edad de oro”.

A Ro Khanna, congresista demócrata de Silicon Valley, le preocupa que los demócratas no comprendan la resonancia de esta visión. “Vemos toda la destrucción”, me dijo, “pero lo que no vemos es que, para el votante de Trump, se trata de una estrategia de recuperación de la grandiosidad”.

Precisamente porque esto es correcto como diagnóstico político, los demócratas deben transmitir cómo el planteamiento de Trump es más una estafa piramidal que un plan. Los recortes a la investigación matarán de hambre la innovación. Es probable que los aranceles impulsen el comercio hacia China. Casi con toda seguridad, los recortes fiscales aumentarán la desigualdad. Las deportaciones masivas dividirán previsiblemente a las comunidades y reducirán la productividad. La ausencia de orden internacional conlleva el riesgo de más guerras. La desregulación elimina nuestra capacidad para abordar el cambio climático y la IA. Trump está intentando por última vez sacarle algo de jugo a un imperio en declive mientras traslada los costos a las generaciones futuras. Más allá de los atropellos cotidianos, esa es la realidad con la que deben lidiar los demócratas.

“El viejo mundo se muere”, escribió Antonio Gramsci en otra época de destrucción, “el nuevo tarda en aparecer, y en ese claroscuro surgen los monstruos”. Es posible que estemos destinados a vivir en una época así. Pero, ¿qué mundo nuevo nacerá después de esta era?

Sí, a corto plazo, los demócratas deben movilizarse para garantizar que sigamos teniendo una base democrática sobre la que podamos construir cuando lleguemos al otro lado. Sin embargo, el propósito que los anime debe ser imaginar, y luego construir, lo que vendrá después.

Durante la era Kennedy-Johnson, un presidente joven y su sucesor forjaron una visión lo suficientemente amplia como para abarcar la eliminación de la segregación racial, una red de seguridad social más fuerte, inversiones en educación, la creación de la USAID y de los Cuerpos de Paz y el ascenso del programa espacial. Fue socavada por la violencia política y los costos morales y prácticos de Vietnam, pero dio forma a nuestra sociedad de una forma tan completa que los republicanos siguen intentando revertirla. Esos avances no solo dependieron de la acción del gobierno, sino también de la participación transformadora del movimiento por los derechos civiles, las empresas y los trabajadores, las universidades y unos medios de comunicación y una cultura popular que no rehuyeron la política ni claudicaron ante las fuerzas reaccionarias. Fue una lucha de toda la sociedad por el futuro.

Hoy, el cambio vuelve a depender de que afrontemos la incomodidad en lugar de evitar la división u ofrecer falsas garantías. Los demócratas deben estar a la altura de la sensación de crisis que sienten muchos estadounidenses. Khanna resumió las preocupaciones que asolan a demasiados estadounidenses: “No me veo en este futuro” y “¿Qué va a ser de mis hijos?”. Esa crisis existencial fue la razón por la que Trump volvió al poder; su oposición tiene que hacerle frente.

No se trata de saltar a los puntos específicos de las propuestas políticas; se trata de una visión coherente. En lugar de limitarnos a defender los programas heredados, deberíamos plantearnos para qué sirve nuestra red de seguridad social. Deberíamos atacar la desigualdad de la riqueza como objetivo y proponer soluciones para desplegar la IA y proteger al mismo tiempo la dignidad del trabajo humano y la vitalidad de nuestros hijos. Tenemos que imaginar un nuevo sistema de inmigración, una transición hacia una energía limpia que reduzca los costos para los consumidores y un gobierno federal que pueda atraer de nuevo a los jóvenes para afrontar los retos nacionales. Piensa en lo que podría hacer un nuevo Departamento de Educación o una agencia de desarrollo. No podemos seguir aferrándonos a una agonizante era de posguerra; tenemos que negociar un nuevo orden internacional.

Cuando Biden era presidente, los demócratas tomaron medidas audaces para hacer frente al cambio climático, promover la fabricación e invertir en tecnología. Sin embargo, la suma resultó inferior a las partes, porque la legislación no estuvo acompañada de comunicación en todo el país, de la movilización de distintos sectores de la sociedad o de un instinto para captar el estado de ánimo de un electorado inquieto y antisistema. A diferencia de Trump, los demócratas se han mostrado reacios a alienar a los grandes donantes, a respaldar posturas controvertidas o a abandonar un lenguaje que obtiene buenas encuestas pero que suena desesperadamente inauténtico. El partido ha parecido envejecer, aletargarse y perder relevancia cultural.

Incluso cuando se les presentó la campaña de Zohran Mamdani en Nueva York —un ejemplo innovador de nuevas tácticas y programas políticos—, muchos dirigentes del partido retrocedieron. El partido parece —literalmente— temeroso de su propio futuro. Ya es hora de que los demócratas hagan lo que Mamdani hizo en su campaña: salir a las comunidades. No vivir con miedo a los ataques de mala fe. Explorar las ciudades y las legislaturas estatales en busca de nuevas ideas. Reclutar a la sociedad civil, a los grupos religiosos, a las universidades asediadas y a la industria para imaginar un futuro alternativo. Abandonar la financiación de campañas que los hacen estar en deuda con donantes que los convierten en hipócritas. Hacer un esfuerzo concertado para facilitar el cambio generacional, de modo que las caras del partido sean más jóvenes, diferentes y diversas.

Trump es un hombre fuerte de 79 años que siente nostalgia por el pasado. Su dominio del presente no es permanente, pero está llevando a muchos estadounidenses a vivir en el statu quo que él manda mientras ignora hacia dónde vamos. Para superar esa realidad, los demócratas deben movilizar a la gente para que crea en el futuro.

The New York Times

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