Filosofar es morir
Marino Beriguete
Montaigne, citando a Cicerón, afirmaba que filosofar no es otra cosa que aprender a morir. La frase, a primera vista, puede parecer tétrica. Pero quien la medita con calma entiende que en ella hay más sabiduría que resignación. Morir no es un accidente final, es una constante. La muerte no nos espera al final del camino; nos acompaña, como una sombra silenciosa, desde que nacemos.
Cuando el ser humano deja atrás la euforia de la juventud y entra en la madurez —los cincuenta, los sesenta, y más allá— algo cambia en su manera de mirar el mundo. Ya no se trata de correr, de acumular victorias, de demostrar algo a los demás o a uno mismo. Lo que importa ya no es tanto el ruido externo, sino el orden interno. Es entonces cuando empieza, si tiene suerte, a filosofar.
Filosofar no es encerrarse en una torre de ideas abstractas, ni entregarse a la nostalgia. Es mirar la realidad con una lucidez que antes no era posible. No se trata de vivir obsesionado con el final, sino de aceptar que está ahí: ineludible, definitivo, escondido detrás de cada día. Esa aceptación, cuando es sincera, transforma. Deja de importar lo accesorio. Lo importante, lo real, emerge con nitidez.
La paradoja es clara: mientras más cerca estamos del final, más capaz se vuelve el alma de saborear el presente. Si la vida fuera infinita, perdería su urgencia, su misterio, su belleza. Hay una intensidad especial en los actos mínimos —mirar reír a un nieto, leer en silencio bajo un árbol, caminar junto a la mar, compartir un vino, o releer un poema de José Mármol, una página de Plinio Chahín o un ensayo de Basilio Belliard. Esos momentos, que antes pasaban de largo, ahora se quedan grabados. Porque tal vez no vuelvan. Porque ya no se da por hecho que habrá otro igual mañana.
Con el tiempo también se aprende a elegir. Se afina el gusto. Ya no hay paciencia para los necios, ni tiempo que perder en discusiones inútiles. Se vuelve uno más selectivo, casi feroz, con el uso del tiempo. Se buscan compañías que sumen, no que resten. Conversaciones sin máscaras. Amistades que no exigen, pero enriquecen. Y si no las hay, también está bien el silencio, la soledad que no pesa. Un paseo por el Mirador Sur puede ser más revelador que mil conferencias.
Filosofar es, en el fondo, quitarle dramatismo a la muerte para devolvérselo a la vida. No es una renuncia. Es una forma de plenitud. Es vivir con la conciencia de que lo valioso no es lo eterno, sino lo irrepetible. Es mirar cada día con la alegría austera de quien sabe que nada está garantizado, y por eso mismo, vivir siempre será un milagro.
El Caribe