Frenar el proceso de desnacionalización (y 4)
La Isla de Santo Domingo es pequeña (76,000 kilómetros cuadrados), sobrepoblada (cerca de 24 millones de habitantes), regida por dos estados con raíces y cultura diferentes. Separados por una historia turbulenta.
En la mente de los ciudadanos perviven episodios trágicos como el degüello de Moca y la conducción parcial de las poblaciones del Cibao en rebaño como esclavos hacia Haití, hechos cometidos por las huestes de Dessalines en 1805. También el horror causado por el llamado corte perpetrado en el gobierno del tirano Trujillo en 1937.
No son impedimentos para mantener relaciones de amistad, cooperación y superar los traumas del pasado, pero constituyen una fuerte barrera que tiene que ser removida con muestras fehacientes de ambos lados de dejar atrás el recelo mutuo y procurar el entendimiento en todos los planos.
La contribución dominicana a paliar la crisis de Haití tiene expresiones cuantificables lejos de ser alcanzadas por nación alguna, en empleo contratado, divisas remitidas, abastecimiento de alimentos, materias primas y otros bienes, provisión de servicios de salud y de parto. Aparte de los constantes llamados al concierto internacional para que acudan en auxilio de ese pueblo.
Haití necesita pacificarse, recuperar la estabilidad política, crear instituciones que ayuden a superar el atraso y la pobreza.
La República Dominicana emprendió hace decenios la ruta del crecimiento económico, de la consolidación del régimen democrático y del fortalecimiento de las instituciones. Queda todavía la tarea de despejar el camino de trabas y taras para poder arribar a la meta deseada.
En nuestro país concurren bolsones de riqueza con otros de pobreza y una distribución desigual del ingreso con parte de la población sumida en el atraso y el analfabetismo funcional. Son retos, incluyendo la mejoría en la calidad educativa y sanitaria, que requieren de grandes esfuerzos y dedicación.
No tiene sentido ni podrá ser admitido nunca que la República Dominicana se convierta en el receptáculo de la población desamparada haitiana, puesto que la nación y el Estado dominicano terminarían absorbidos, afectados por sus precariedades y necesidades, sufrirían una regresión hacia formas institucionales y de gobernanza ya superadas.
La República Dominicana ni puede ni debe absorber la población haitiana. Si lo hiciere pondría en riesgo la existencia de su propio estado y de su nación. Y desandaría el camino del desarrollo.
Es decir, se resolvería un problema y se crearía otro mayor: se produciría una estampida de dominicanos hacia el exterior, y la suerte del territorio y de sus habitantes quedaría en manos de los inmigrantes haitianos que no tardarían en convertirlo en una copia de lo que han hecho en su propio Estado.
Y no es justo. Los dominicanos han construido un Estado a base de voluntad, esfuerzos y privaciones, en afán permanente de superación. No puede echarse en saco roto lo que es la esencia de nuestra nación.
Tampoco lo es porque somos un país de escaso territorio y de gran población relativa, en el límite de su tolerancia poblacional. Mientras que en el continente americano hay territorios casi vacíos.
Canadá tiene casi 10 millones de kilómetros cuadrados y una población de 39 millones de habitantes para una densidad de solo 3.9 habitantes por kilómetro cuadrado. Atrae inmigrantes con ofertas de empleo, con la condición de que sean cerebros formados, a cuyos fines no tiene relevancia de donde proceden ni mucho menos el color de su piel.
Estados Unidos dispone de casi 10 millones de kilómetros cuadrados con una población de 340 millones de habitantes para una densidad de 33.7. Enfrentan una presión migratoria aguda, cuyo reflejo más visible se concentra en la frontera con Méjico. Ellos deciden a quienes y cuándo admitirlos en función de sus necesidades.
Y así en América existen otros territorios de baja densidad territorial por habitantes.
La República Dominicana tiene 48,000 escasos kilómetros cuadrados y una población de casi 12 millones de habitantes para una densidad de 250 habitantes por kilómetros cuadrados. El país tiene derecho a decidir qué tipo de inmigración recibir, así como a rechazar a toda aquella cuyas condiciones particulares retrasen el desarrollo de la sociedad.
Lo que necesitamos son cerebros para dar un salto cualitativo y no podemos dejar escapar a los nuestros. Los brazos propios que se requieren, si evitamos que sean expulsados de nuestro propio suelo, pueden ser potenciados con mecanización y tecnología, mejorando las condiciones laborales y de protección social. Para eso tenemos que frenar su desplazamiento del mercado de trabajo y su huida al exterior.
Ese es el punto. Y para sellarlo con tinta indeleble, hay que actuar con urgencia y ejecutar un plan de acción para frenar y revertir la invasión silenciosa: Hacer cumplir las regulaciones migratorias y laborales, desmontar los estímulos económicos que facilitan el flujo inmigratorio ilegal, y modificar las políticas que han conducido a esta situación.
Fuente Diario Libre