Hay millones de maneras de pedir tu café en Starbucks. Y eso está arruinando su negocio
Por Bill Saporito
The New York Times
Ya estás en la fila de Starbucks —después de no poder ordenar por la aplicación— cuando descubres a uno de ellos. Ese tipo que no está mirando su teléfono, sino el papelito que contiene los pedidos de sus compañeros de oficina. Lo que confirma que vas a llegar tarde a la próxima reunión, porque esta persona planea pedir seis bebidas de café, cada una de las cuales implica alguna combinación de venti grande alto doble pump, de uno a cuatro shots de espresso, half-caf, leche de avena, leche descremada, leche de soya, leche-leche, crema batida, jarabe, azúcar morena, azúcar blanca, sin azúcar y un drizzle de mocha, al que se le debe agitar exactamente dos y media veces.
Incluso pedir a través de la aplicación tiene sus dificultades. A menudo hay mucha gente esperando al final de la barra porque la generación Z, que tiende a preferir cualquier cosa menos la interfaz humana, ha abrumado a los baristas con los mismos pedidos de bebidas extravagantes. Starbucks dice que hay más de 170.000 posibles combinaciones de bebidas disponibles, pero estimaciones externas han cifrado la cifra en más de 300.000 millones. Y la persona que tienes delante en la fila siempre parece estar pidiendo 100 millones de ellas.
Si el grado de dificultad de un pedido típico de Starbucks parece ahora de nivel olímpico, también lo son sus problemas. La empresa de Seattle se ha convertido en el Boeing de los cafés. Tanto es así que, al igual que el fabricante de fuselajes, Starbucks ha destituido a su director ejecutivo, Laxman Narasimhan, y lo ha sustituido por Brian Niccol, quien hasta hace poco era el director general de la cadena de comida estilo tex-mex Chipotle. Aunque el nombramiento de Niccol hizo subir el precio de las acciones de Starbucks, las dos empresas tienen a veces el mismo problema: demasiadas opciones y poco personal, lo que en las horas punta es casi seguro que produzca tantas decepciones como burritos o lattes.
Starbucks y todas las demás franquicias de alimentación y bebidas que cotizan en bolsa se enfrentan al mismo problema: disponen de un local de entre 139 y 278 metros cuadrados, y tienen que averiguar cuál es el rendimiento óptimo que puede proporcionar el crecimiento anual de ventas que mantendrá satisfechos a los inversores de Wall Street. Y ellos nunca están satisfechos.
La respuesta es siempre: añadir más cosas, lo que crea cada vez más complejidad, desde la cadena de suministro a la seguridad alimentaria, pasando por el envasado, la programación y la entrega. Pensemos en empresas como Pizza Hut, que antes solo vendía… pizza. Su cálculo actual es que tienen un horno de pizza en cada tienda, y tienen que mantenerlo caliente durante todo el día, así que se preguntan: ¿qué más podemos hacer con esta máquina y que sea rentable? Y tiene que ser fácil de manejar para los adolescentes. Por eso las pizzerías venden ahora flatbreads, galletas de chocolate, brownies y minirollos de canela: cualquier cosa que se pueda hornear. Porque siempre se antoja un rollo de canela después de haber comido tres rebanadas de pizza de pepperoni.
Starbucks se enfrenta a un problema de complejidad y a otro de cultura. Desde que la empresa salió a la bolsa en 1992 a 17 dólares la acción (equivalentes a 0,27 dólares por acción, teniendo en cuenta los posteriores desdoblamientos de acciones), la presión de Wall Street significó añadir más tiendas, más bocadillos y sándwiches y más equipamiento, como un horno para desayunos y postres horneados. Las variaciones de bebidas empezaron a ampliarse mucho más allá del simple café: hola, frappuccino de crema de pistache. La empresa incluso añadía alcohol a sus cafés de lujo para hacer frente a las tardes, un momento del día que siempre era flojo.
Howard Schultz, quien básicamente creó la empresa, imaginó Starbucks como un “tercer lugar” (después de las casas y las oficinas) donde la gente pudiera reunirse, hablar y beber. Se inspiró en las cafeterías milanesas. También prometió que los trabajadores recibirían un salario justo y prestaciones. El primer Starbucks, abierto en el mercado de Pike Place de Seattle en 1971, era y es irrisoriamente sencillo. La decoración y el menú eran mínimos: café, té y especias. Pero en 1997, Starbucks ya vendía una gran variedad de alimentos y bebidas. En 2003, apostó por la personalización.
Starbucks parece estar culturalmente en conflicto entre ser el equivalente de una estación de recarga de energía para humanos y la zona de descanso y refugio que imaginó Schultz. Tratar de hacer ambas cosas es complejo: ¿qué tipo de mensajes publicitarios se envían, por ejemplo? ¿Qué alimentos se añaden o suprimen para el público que busca algo para llevar? Y, a la distancia, puede ser difícil saber hacia qué versión te diriges. El Starbucks que hay cerca de mi oficina, en el Bajo Manhattan, ha optado por el modelo de estación de recarga humana: no hay asientos en la tienda; solo tienes que coger tu bebida y marcharte. Pero hay mañanas en las que lo evito porque la fila, tanto para los pedidos a través de la aplicación como para los pedidos en persona, es demasiado larga.
Y aunque Starbucks utiliza algoritmos de programación para tratar de maximizar la eficiencia laboral, siempre parece haber un empleado menos de los necesarios. A menos que estés en un aeropuerto, donde suele haber cuatro empleados menos de los necesarios.
Es un problema que Starbucks comparte con muchas empresas —farmacias, tiendas de cosméticos, mostradores de facturación de aerolíneas— que han decidido que, en caso de que el algoritmo se equivoque en la programación, prefieren arriesgarse a tener muy poca mano de obra a tener demasiada. Lástima que no se contabilicen los ingresos perdidos por los clientes que se marcharon.
Las empresas siempre han tenido que lidiar con la elección y la personalización frente a la complejidad que conllevan. En muchos negocios, incluidos los de alimentación y abarrotes, se aplicaba la regla del 80/20. Se obtenía el 80 por ciento del negocio del 20 por ciento de la línea de productos, pero aun así valía la pena dar más opciones a los clientes para conservar el mayor número posible. Pero sabemos que demasiadas opciones pueden ser paralizantes.
La simplificación suele ser un privilegio de las empresas privadas que no tienen que responder a las exigencias de beneficios trimestrales de Wall Street y, como Patagonia, son libres de perseguir objetivos que van más allá de las ganancias, como la sostenibilidad. In-N-Out Burger, el restaurante de culto, es un modelo de restricción de menús, ya que ofrece hamburguesas, papas fritas, batidos y bebidas, a diferencia de los menús infinitos de McDonald’s y Burger King. Y, como ha informado Inc., las cafeterías de ambiente minimalista y acogedor, como Blank Street y Blue Mind Coffee, están ganando adeptos.
Las cafeterías más nuevas, irónicamente o no, se parecen mucho más al Starbucks inicial de Schultz que a la versión corporativa actual. “Menos es más” ha sido el lema de las nuevas empresas de alimentación y bebidas desde que los hermanos McDonald se pusieron en marcha en 1948, porque las nuevas empresas suelen tener limitaciones de capital. Una vez que el crecimiento empresarial se convierte en el motor, el “más es más” siempre toma el timón. Si crees que 170.000 opciones para un pedido de bebidas es excesivo, espera a que llegue el otoño y se despliegue la temporada de todo con sabor a calabaza.
Bill Saporito es editor at large de Inc.
The New York Times