Kyle MacLachlan: Fui una creación de David Lynch
Por Kyle MacLachlan
The New York Times
MacLachlan es actor y colaboró durante largo tiempo con David Lynch.
No, no siempre entendía lo que estábamos haciendo. A veces lo percibía y luego, como en una brisa, desaparecía. Otras veces parecía que él existía en un plano que yo quería alcanzar pero no podía articular del todo.
Pero, al final, me di cuenta de que eso no importaba.
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Aunque mi amigo de toda la vida, colaborador y mentor David Lynch era tan elocuente como cualquiera que hubiera conocido —además de ser un escritor brillante—, no era necesariamente una persona de palabras.
Creo que le parecían insuficientes. Unidimensionales. No estaban a la altura.
Por eso nunca quiso explicar su trabajo. No intentaba ser hosco u obtuso. David nunca era así. Le encantaba conectar con la gente, encontrarse con ellos donde estaban, compartir tiempo o espacio o conciencia. Lo que pasaba era que explicar su arte a posteriori le parecía antitético con el objetivo mismo de crearlo.
Me senté a su lado en muchas entrevistas y paneles y pude ver cómo luchaba con las preguntas sobre el significado de las cosas. A menudo me sentía obligado a acudir en su ayuda y hablar en círculos durante un rato hasta que el interrogador seguía adelante.
David sabía que cualquier cosa que dijera inclinaría la balanza. Y quería que la gente experimentara su obra por sí misma y se llevara lo que deseara.
Si las palabras fueran suficientes, ¿por qué habría gastado el esfuerzo y el tiempo y los millones de dólares en hacer sus obras? ¿No habrían sido mucho más fáciles las palabras?
David no confiaba plenamente en las palabras porque inmovilizaban la idea. Eran un canal unidireccional que no tenía en cuenta al receptor. Y él era todo receptor.
Esta desconfianza hacia las palabras se convirtió en un reto singular en el plató porque el trabajo de un director consiste en comunicarse. Con los productores, los ejecutivos, los trabajadores especializados y, por supuesto, los actores.
David lo superó inventando su propia manera peculiar de hablar con los actores. Me pregunto si por eso le gustaba trabajar con los mismos: yo, Laura Dern, Jack Nance, Harry Dean Stanton, Naomi Watts. Entendíamos su lenguaje secreto.
Como David y yo teníamos un aspecto vagamente similar, infancias comparables y raíces en el noroeste estadounidense, creo que le resultaba natural canalizar las ideas a través de mí. A veces era como si yo fuera una creación de su mente.
No solo me refiero a que Jeffrey Beaumont o el agente especial Dale Cooper fueran creaciones de David Lynch. También me refiero a Kyle MacLachlan. Esta versión de mí no existe sin él.
En cuanto al lenguaje secreto, me daba indicaciones como “más viento” o “piensa en Elvis”. Otras veces, después de una toma, se ponía a mi lado y ambos mirábamos a lo lejos y, de alguna manera —no puedo explicarlo—, comulgábamos en ese espacio tranquilo. Yo lo comprendía. Sabía lo que quería, y él sabía que yo lo sabía.
¿Cómo las palabras podrían hacerle justicia a una experiencia así?
Por eso David no solo era un cineasta sino que también era pintor, músico, escultor y artista visual: se enfocaba en los medios sin lenguaje.
Cuando estás fuera del lenguaje, estás en el reino del sentimiento, del inconsciente, de las ondas. Ese era el mundo de David. Porque hay espacio para que otras personas —como los oyentes, el público, el otro extremo de la línea— aporten algo de sí mismas.
Para David, lo que pensabas también importaba.
Con sus actores, no quería dar instrucciones directas porque nos veía como artistas y sabía que el proceso de llegar a ese punto era parte integrante del arte. Con su público era igual. Te valoraba, como individuo único, para que hicieras con su obra lo que quisieras.
Le atraía el misterio porque lo entendía como una conversación: una colisión de diferencias, interpretaciones, perspectivas. No un mensaje enviado desde una fuente omnisciente.
Un misterio deja espacio para que entren otras personas. Es una comunicación bidireccional.
Cuando David era niño, su madre no lo dejaba usar libros para colorear porque pensaba que acabarían con su creatividad. Creo que esa es la historia del origen de David Lynch. Le dieron un mundo sin líneas y se puso a crear el suyo propio.
Uno de los grandes placeres de mi vida ha sido incluirme dentro de esas líneas.
Hace tiempo que me maravilla la confianza que David depositó en mí: desde mi primera prueba de pantalla en 1983, cuando me quedé paralizado al decir una línea directamente a la cámara. Hasta contratarme como protagonista de su siguiente película, Terciopelo azul, después de que Dune fracasara estrepitosamente. También creó una serie de televisión a mi alrededor —Twin Peaks— que se estrenó cuando yo tenía 31 años y no era especialmente conocido. En 2015, me llevó a una habitación secreta y sin ventanas para entregarme el guion de 500 páginas de Twin Peaks: The Return, en el que me pidió que interpretara tres papeles distintos, dos de los cuales estaban a años luz de mi especialidad.
En nuestro trabajo juntos, me encomendó que llevara esas cosas de su mente al mundo. Me encargó darles vida. Así que en la pantalla yo podía ser su avatar. Pero él también era el mío. Era la presencia flotante en mi hombro que me decía que podía hacerlo.
Estaba dispuesto a seguirlo a todas partes porque unirme a él en el viaje del descubrimiento, buscar y encontrar juntos, era el objetivo. Me adentré en lo desconocido porque sabía que David flotaba ahí afuera conmigo.
Es como le dice el agente Cooper al sheriff Truman en Twin Peaks: “No tengo ni idea de adónde nos llevará esto, pero tengo la certeza de que será un lugar a la vez maravilloso y extraño”.
Extrañaré a mi querido amigo. Ha hecho que mi mundo —todos nuestros mundos— sea maravilloso y extraño.
Kyle MacLachlan es actor. Protagonizó cinco proyectos realizados por David Lynch: Dune; Terciopelo azul; la serie de ABC Twin Peaks; su película precuela, Twin Peaks: fuego camina conmigo; y Twin Peaks: The Return de Showtime.
The New York Times