La agenda básica para 2023 (1 de 2)

Eduardo García Michel

Ramón Vásquez García, aterido de frío por el tiempo invernal que se sentía, refugiado en su casa de madera de Estancia Nueva, Moca, recordaba con nostalgia la época en que curtía a sus nietos Horacio Vásquez Lajara y Mon Cáceres Vásquez en los intrincados entresijos de la vida y les enseñaba el significado del amor a la patria, del servicio al país, la importancia de la libertad en el desarrollo personal y de los pueblos. 

El ilustre anciano rememoraba hechos que sucedieron mucho tiempo después de su muerte. 

Hacía memoria de que luego del ajusticiamiento del tirano Trujillo el país empezó un proceso de urbanización acelerado con el traslado de población rural a las urbes. Fue un devenir desordenado y conflictivo que creó problemas sociales, ambientales, urbanísticos y arquitectónicos, puso en tensión la provisión de servicios públicos esenciales, insuficientes para satisfacer la demanda de tanta gente, y acumuló bolsones de miseria en la periferia de las grandes ciudades. 

Recordaba que, en el primer cuarto del siglo XXI el desarrollo urbano vertical fue vertiginoso, caótico, hostil, con poca cabida para el desenvolvimiento humano, ante la mirada indiferente de las autoridades edilicias. 

Las moles de concreto y el asfalto se apoderaron del espacio urbano. La estrechez de las aceras dejó poco recorrido para la caminata, el disfrute de la naturaleza. Las calles fueron recipientes para interminables embotellamientos vehiculares. Los ruidos y bocinas trastornaron la psiquis de los ciudadanos. Lugares emblemáticos fueron demolidos, por ejemplo, las bellas y armoniosas edificaciones de Gascue. La ausencia de regulación o su incumplimiento crearon centros urbanos no amigables. 

El país pasó de rural a urbano; de predominio de la agropecuaria se convirtió en reino de los servicios, sobre todo turísticos, con manufacturas crecientes y diversificadas producidas en las zonas francas, el renacer de la producción de tabacos en forma de puros, el surgimiento de grandes centros logísticos. Y la dependencia trágica de las remesas y de la inmigración ilegal, ambas unidas por el mismo cordón umbilical.

La agropecuaria se mantuvo en la nebulosa de la ruina, condenada a vegetar en vez de prosperar, llevada a alimentar a la población urbana por debajo del costo de producción y a subsistir con infraestructuras precarias. 

Nadie intuyó, quizá hasta que se hizo tarde, que la posposición de decisiones básicas como la reforma del Código de Trabajo para reducir el costo del pasivo laboral, en particular modificar la cesantía confiscatoria del capital empresarial con su efecto multiplicador sobre los costos, y también para impulsar la formalización del trabajo, reforzar la protección social y crear condiciones apropiadas para el pago de salarios dignos, serviría de instrumento indeseado para impulsar la ola de inmigración ilegal de haitianos que por centenares de miles penetraron a nuestro territorio para ocupar plazas en el mercado informal y desplazar a los dominicanos. 

Tampoco se advirtió de que tal negligencia transformaría en profundidad el perfil de la población a consecuencia tanto de la emigración forzada de dominicanos al exterior, desplazados de su hábitat de trabajo, como de la inmigración ilegal masiva de haitianos portadores de tasas de natalidad muy altas, ambos inducidos por ese titubeo. 

 En la agropecuaria los ilegales haitianos reemplazaron a los trabajadores dominicanos. No había que registrarlos ni asumir pasivo laboral alguno, ni distraer recursos para cotizar en la seguridad social en salud, pensiones y accidentes laborales. Tal arreglo hizo posible contrarrestar la penalidad cambiaria que afectaba a los productores y generar rentabilidad precaria, o minimizar las pérdidas. Después el sector de la construcción siguió el mismo camino, al igual que los servicios de seguridad de las edificaciones, turismo, empleo doméstico, y, en sucesión, otras actividades.

Quizá se supo que ocurriría todo eso, rumiaba con disgusto el venerable anciano Ramón Vásquez García. Era evidente que se estaban incubando tales males y no se hizo nada para evitarlo. 

La población empezó a modificarse desde la perspectiva racial y cultural. La soberanía, la nacionalidad, el sentimiento de sentirse dominicanos con características diferenciadas quedaron comprometidos, aminorados, quién sabe si para siempre, por la falta de temple de la clase dirigencial en asuntos de tanta relevancia. 

La manía de posponer decisiones de trascendencia abortó posibilidades luminosas de salir del subdesarrollo y de alejarse de la pobreza ancestral. El país puede que haya sido condenado, si no se pone remedio a tales males, nadie sabe a qué triste destino. Y no podrá remediarse si no se adoptan medidas enérgicas y contundentes que afecten y desmonten a los intereses bastardos que han provocado tal desbarajuste. 

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