La crisis de los partidos y la ética

Francisco S. Cruz

Por mucho tiempo mantuve la tesis de que lo que estaba en crisis, si hablamos de partidos políticos, no eran los partidos per se, sino sus cúpulas-jerarquías, pues, en el fondo, un partido, en su accionar o praxis política-pública, refleja la ideología -que, a propósito, es lo menos hoy- de sus líderes y, de paso, el descrédito o no como figuras públicas al ejercer o desempeñar un determinado rol o representación en los poderes públicos; o ejerciendo el control político-financiero de un partido haciendo pertenencia -de grupo-élite- del mismo bajo múltiples subterfugios internos y en desmedro de su democracia y transparencia interna.

Como vemos el fenómeno tiene doble matriz: una de dinámica interna y otra hacia afuera; ambas han contribuido a la crisis actual del sistema de partidos y, por vía de consecuencia, a la frágil y complaciente democracia que tenemos producto de esos déficits o vicios sociales de los actores políticos y fácticos. Algo que el profesor Juan Bosch dejó bien explicado en términos sociológicos.

De modo, que el problema no está en el prototipo de dirigente, cuadro o líder en particular, sino en una “cultura” política históricamente establecida y que hizo que del caudillismo pasáramos al presidencialismo y de este al clientelismo, y de ahí, a su degradación última, el transfuguismo; al punto tal, que los partidos, !todos!, celebran, critican u obvian el fenómeno último dependiendo si les conviene o perjudica. Es lo que podríamos llamar una doble moral política.

Pero hay otra arista, muy sensible, del problema que ha contribuido mucho al descrédito de los partidos políticos: la “acumulación” de riquezas rápidas en muchos de los actores políticos a través de la corrupción pública-privada. Ese capítulo en Latinoamérica es parte medular del atraso y la entronización de un “modelo” de sociedad que, primero, moldeó el colonialismo -con su saqueo, exterminio de poblaciones autóctonas y secuelas estructurales- y la rapacidad del relevo criollo que asumió la jefatura -dependiente- de los incipientes poderes públicos, con sus escasísimas excepciones, como Juan Pablo Duarte y Díez, en nuestro país.

Por esos antecedentes históricos, es que resulta riesgoso, en países como el nuestro, levantar el discurso ético-moralista sin hacer un ejercicio retrospectivo o mirarse en el espejo de un determinado recorrido sociopolítico -sin obviar auscultar en el árbol genealógico-, pues, es casi seguro que se caiga en un ajuste de cuenta social -estigmatización- al sancionar al tigre y dejar ileso a la cúpula-élite -política-empresarial-oligárquica- o líder que regenteó el reparto o hizo poesía de evasión mientras el “modelo” no tenía el descrédito que hoy exhibe.

Por supuesto, hoy día es difícil recuperar la ética, la doctrina o la ideología perdida; pero más difícil se hace sí queremos sermonear en calzoncillos. Mejor y más constructivo resulta la autocrítica, como, por ejemplo: ¿qué tanto nos beneficiamos en el ejercicio, dilatado o no, de una función pública o, del tráfico de influencia directa o indirecta?-, primero, y luego, mirar a la redonda; y más que ello, coadyuvar a superar este estadio de degradación ética-política. ¡Eso sí vale la pena!

Fuente El Caribe

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