La crisis migratoria
Rafael Alburquerque
Este miércoles el presidente Abinader se reunió con los expresidentes Leonel Fernández, Danilo Medina e Hipólito Mejía con el propósito de ofrecerles información sobre la problemática de Haití, y al término de la entrevista se anunció un conjunto de políticas generales sobre el tratamiento a dar a la crisis migratoria.
La presencia haitiana en el país no es algo nuevo. Desde la primera intervención norteamericana en 1916 las autoridades de ocupación comenzaron a traer trabajadores de Haití para el corte de la caña, y no es por casualidad que el Código de Trabajo desde 1951 autoriza al Poder Ejecutivo para conceder permisos por no más de un año para que las empresas agrícola-industriales puedan contratar braceros extranjeros en exceso de la proporción del 80-20 que dispone ese instrumento legal.
Primero, durante la tiranía de Trujillo y luego, bajo los gobiernos del doctor Balaguer, años tras año, al inicio de la zafra azucarera llegaban al país cientos de braceros haitianos que eran empleados en el corte de la caña, y a su final eran repatriados, pero no es un secreto que miles de estos permanecieron en el país en donde se radicaron e hicieron familia.
Enclaustrados en los campos y bateyes su presencia pasaba desapercibida para el común de los dominicanos, pero sus severas condiciones de trabajo llamaron la atención a los organismos de derechos humanos y a la Organización Internacional del Trabajo (OIT) que las calificaron de trabajo esclavo, con presencia de niños en el corte de la caña, con restricciones para desplazarse libremente, con descuentos obligatorios de un por ciento del salario que iba a parar en manos de la dictadura haitiana y con prolongadas jornadas de trabajo.
Medidas adoptadas por el poder público y la mecanización del corte de la caña mitigaron estos rigores, mientras el país crecía y se desarrollaba en otros rubros de la economía, lo que derivó en una nueva migración destinada, en principio, a otros renglones de la agricultura y más adelante a los trabajos gruesos de la construcción.
Esa migración de vieja data fue creciendo y desparramándose por todo el tejido de la economía del país en la medida en que Haití se sumía en la crisis y República Dominicana más que multiplicaba su crecimiento. En efecto, Haití, después de los dos gobiernos estables y democráticos de René Preval y el terremoto del año 2010 entró en turbulencia hasta terminar en lo que es hoy, un Estado colapsado, dominado por bandas criminales.
En el presente la migración haitiana alarma a los dominicanos porque la ve cotidianamente en las calles de las principales ciudades del país, con mujeres con niños en los brazos solicitando una limosna en las esquinas; con chiriperos con puestos de frutas y de comida; con motoconchistas y taxistas.
En la construcción los migrantes haitianos se encargan del trabajo bruto (movimiento de tierra, albañilería); los cultivos y cosechas de banano, arroz, café, entre otros, están a cargo de los asalariados haitianos; las conserjerías de los grandes condominios son confiadas a empleados de nacionalidad haitiana; las labores de jardinería y hasta de entretenimiento de las grandes cadenas hoteleras están en manos de migrantes de esa nacionalidad; en fin, su presencia se siente y se muestra en la economía nacional.
En adición, el colapso de Haití provoca que un número cada día más creciente de sus niños y adolescentes se matricule en las escuelas primarias y secundarias del país, así como en sus universidades, y que el sistema de salud del Estado dominicano preste sus servicios a nacionales del país vecino, especialmente a mujeres embarazadas que llegan a nuestros hospitales a dar a luz.
Dicho todo esto, es necesario advertir que, si realmente queremos enfrentar esta crisis migratoria, provocada por el éxodo masivo de unos vecinos desesperados y acicateados por el hambre, es combatiendo seriamente las mafias que se dedican al tráfico ilícito de personas.
Si hay migración irregular es porque hay funcionarios civiles y militares que se dedican al ilegal, pero lucrativo negocio de la trata de personas, de la explotación de los migrantes, que les cobran cuantiosas sumas para cruzar la frontera, para trasladarlos desde allí hasta los centros urbanos, para sobornar a los militares cuando son detenidos, para llevar a los hospitales a la mujer embarazada.
El muro fronterizo es solo un disuasivo, porque cuando el hambre aprieta no hay muro que valga. Es solo sancionando con penas severas de prisión a los traficantes civiles; degradando y colocando en retiro deshonroso, con prisión incluida, a oficiales y clases; confiscando vehículos que transporten ilegales; aplicando las normas de contratación laboral, como podrá combatirse la migración ilegal.
Cierto que el Senado de la República acaba de aprobar una nueva ley sobre tráfico de personas, con sanciones más enérgicas para los traficantes, pero de nada valdrá la norma si no existe voluntad de aplicarla por parte de las autoridades.
Este es el diálogo que debe emprenderse en el Consejo Económico y Social.
El caribe