La definición errónea del amor

Por David Brooks

The New York Times

Columnista de Opinión

El tiempo que solía pasar en Twitter ahora lo paso en Substack, y mi vida es mucho mejor gracias a eso. Hay muchos escritores interesantes y eclécticos en el mundo. Esta semana, por ejemplo, me topé con una publicación de Antonia Bentel, quien le preguntó a seis desconocidos y amigos cómo se enamoran.

Una mujer respondió: “Me enamoro cuando alguien me ve de una forma en la que yo no sabía que podía ser vista”. Un joven respondió: “Enamorarse es como verse reflejado en la mente de otra persona”. Otra mujer dijo: “Me enamoro cuando no siento que estoy actuando como alguien competente”. Añadió que el amor ocurre “cuando alguien te ve en el más absoluto desorden: tu dolor, tu mezquindad, tus multas de estacionamiento sin pagar”. Otro hombre respondió: “Enamorarse es como entrar en una habitación que no sabías que existía en tu propia casa”.

Bentel aclara que esto no es para nada una encuesta científica, pero lo que me sorprendió de estas respuestas es que todas tenían una definición común del amor: que el amor florece cuando otra persona te hace sentir comprendido y bien contigo mismo.

Todos podemos identificarnos con eso. Todos queremos que nos vean, que nos contemplen. Probablemente te hayas topado alguna vez con el famoso poema Último fragmento de Raymond Carver:

¿Y lograste lo que

querías de esta vida, a pesar de todo?

Lo logré.

¿Y qué querías?

Ser amado, sentirme

amado en la tierra.

Y, sin embargo, yo diría que las respuestas del Substack revelan un malentendido común sobre cómo se llega a ser amado. Había mucho “yo” en estas respuestas, y poco sobre la otra persona. Se mencionaba mucho que te prestaran atención, y poco sobre tal vez servir y cuidar a otra persona, o incluso de poner los intereses de esa persona por encima de los propios.

Estas respuestas no surgieron de la nada; son una destilación perfecta de las tendencias culturales que los críticos sociales llevan muchas décadas describiendo. Ya en 1966, Philip Rieff escribió The Triumph of the Therapeutic, argumentando que las estructuras morales compartidas estaban siendo descartadas y sustituidas por valores terapéuticos. El bien supremo no es un ideal sagrado, sino el bienestar personal y el ajuste psicológico. Luego, en 1979, Christopher Lasch escribió La cultura del narcisismo, que se basaba en Rieff y argumentaba que los valores terapéuticos y el capitalismo de consumo se combinaban para producir individuos narcisistas, egocéntricos, frágiles y hambrientos de reconocimiento.

En una cultura así, la gente naturalmente va a definir el amor como lo que sienten cuando alguien satisface su sed de atención positiva y afectuosa, no como algo que da desinteresadamente a otro.

En otras culturas menos orientadas hacia uno mismo, y en otras épocas, el amor se consideraba algo más cercano a la abnegación que al autoconsuelo. Se consideraba una fuerza tan poderosa que podía superar nuestro egoísmo natural. Un amor así comienza con la admiración, una visión de otra persona que parece bella, buena y verdadera. De pronto no puedes dejar de pensar en ella. Crees ver su rostro en cada multitud. Entonces llega el descentramiento. Te das cuenta de que tus tesoros más sagrados están en otra persona. En su libro Del amor de 1822, Stendhal describe el proceso de “cristalización”, durante el cual idealizamos a las personas que amamos como si estuvieran cubiertas de cristales brillantes.

Enamorarse, desde este punto de vista, no es una decisión que tomas en tu propio beneficio, sino una sumisión, una rendición poética a la que accedes, a menudo sin contar el costo. No es un empoderamiento; más bien, implica una pérdida de autocontrol. “Hay un encantador desorden que acompaña a la atracción”, escribió el ensayista y poeta John O’Donohue. “Cuando te encuentras profundamente atraído por alguien, gradualmente empiezas a perder el control sobre las estructuras que dan orden a tu vida. De hecho, gran parte de tu vida se vuelve borrosa a medida que ese rostro se enfoca con mayor claridad. Un imán implacable atrae todos tus pensamientos hacia él”.

Y continuó: “Cuando están juntos, el tiempo se acelera sin misericordia. El fin siempre llega demasiado pronto. En cuanto se separan, ya estás imaginando su próximo encuentro, contando las horas”.

El amor no es una emoción (aunque despierta muchas emociones). Es un estado motivacional; el deseo de estar cerca de otro y servirle. Desdibuja la frontera entre una persona y otra.

Esta mezcla de una persona completa con otra persona completa reduce la distinción entre dar y recibir, porque cuando le das a la persona que amas sientes que estás dando una parte de ti mismo, y este dar es más placentero que recibir. El objetivo de esta entrega, el objetivo del amor, es mejorar la vida del otro.

En su libro de 1956, El arte de amar, el psicoanalista y filósofo Erich Fromm sostenía que el amor no es un sentimiento; es una práctica, una forma de arte. Escribió: “El amor es la preocupación activa por la vida y el crecimiento de aquello que amamos”. Es una serie de acciones que requieren disciplina, cuidado, respeto, conocimiento y la superación del narcisismo. Es una forma de amor, por ejemplo, bajar a buscar a alguien un vaso de agua a mitad de la noche, y es un gran regalo pedir esa agua y darle al otro la oportunidad de servir. (Esta es una convicción que me cuesta tener presente a las 2 a. m.).

No digo que la gente realmente haya vivido de este modo altruista en aquella época, pero era un ideal social predominante; el tema de románticos poemas, cuentos y canciones. Algo a lo que aspirar. El tipo de amor que describen estas personas es una efusión. En esta concepción del amor, sentirse amado es un subproducto que dos personas reciben después de haberse entregado el uno al otro. En esta visión del amor, el egocentrismo es nuestro principal problema, y el amor es un remedio delicioso y desafiante. El matrimonio es un intento de institucionalizar esta generosidad para que perdure cuando el primer delirio se haya desvanecido.

Hace mucho que la visión predominante dejó de ser que el egoísmo es nuestro principal problema. Tenemos demasiadas décadas de “yo” en nuestro haber para eso. El espíritu de la modestia (yo no soy mejor que nadie y nadie es mejor que yo) ha sido sustituido por el de la exhibición personal. Si no me crees, echa un vistazo a Instagram, a TikTok o al inquilino de la Casa Blanca.

Me pregunto si la desdicha general y la desconexión que nos rodea son en parte producto de la acumulación gradual de la cultura de lo terapéutico, lo narcisista, lo performativo. Cuando la cultura anima a la gente a idolatrar las necesidades del yo —a enfocarse en la autorrealización, la autoestima, la autoexhibición—, eso no produce personas fuertes, sino necesitadas, susceptibles e inseguras. Un narcisista tiene problemas para amar porque un narcisista no puede ver realmente a otra persona. La única realidad que percibe es el efecto que otras personas tienen sobre él.

Cuando miro los libros de autoayuda más vendidos de la actualidad, generalmente no hablan de cómo servir a los demás; más a menudo hablan de cómo protegerse de otras personas. El tema general es: no dejes que los demás te afecten. Mientras escribo, un libro titulado La teoría Let Them es el número 1 de ventas en Amazon, un excelente ejemplo del género. La idea central es que tienes que liberar tu impulso de gestionar y mejorar a los demás y enfocarte en TI, en tu propio bienestar. Si alguien hace algo molesto o te juzga, deja a esa persona. Antes de eso, hubo otros megaéxitos similares como Amiga, lávate esa cara y El sutil arte de que te importe un caraj*.

No es sorprendente que una cultura que gira en torno al yo produzca teorías invertidas del amor. A veces oigo a la gente decir que tienes que amarte a ti mismo antes de poder amar a los demás. Pero esto está al revés. Tienes que observarte a ti mismo amando a otros antes de poder verte a ti mismo como alguien digno de amor, y antes de realmente ser digno de amor.

The New York Times

Comentarios
Difundelo