La empresa como comunidad
Rafael Alburquerque
Es normal que la generalidad de las personas alguna vez haya hablado de la empresa. Trabajo para tal empresa; me despidieron de tal empresa; es bonita la publicidad de tal empresa. Pero son pocos los que se han preguntado, ¿qué es una empresa?
Desde los años 20 del pasado siglo, inspirada en las concepciones filosóficas alemanas y en la doctrina social de la Iglesia sobre la colaboración entre el capital y el trabajo se difundió la teoría de la institucionalidad de la empresa, según la cual esta era una comunidad organizada y jerarquizada, en que su jefe y el personal colaboraban en la consecución de un objetivo económico.
Conforme a lo explicado por sus defensores, el funcionamiento de esta colectividad reposa en los poderes detentados por su jefe y en los derechos reconocidos a los colaboradores. El primero, dispondrá de estos poderes debido a las responsabilidades que asume, pues se encarga de asegurar la producción y la distribución de los bienes, y corre el riesgo de la explotación; los segundos, tienen derechos que limitan las prerrogativas de aquel, las cuales deben ser ejercidas siempre en interés de la empresa para garantizar el bien común de sus miembros.
La teoría, que hace énfasis en el elemento humano de la empresa, que defiende la solidaridad que existe entre sus miembros, nos remite a una empresa distinta a la realidad que conocemos. De aceptarse esta teoría, la empresa no podrá ser visualizada como un simple lugar geográfico donde se ejecutan los contratos de trabajo, sino como una colectividad en donde los poderes de su jefe deben ser ejercidos tomando en consideración el bien común de sus integrantes.
Se trata de una visión idílica de la empresa que no refleja la realidad social ni jurídica. En el plano sociológico, los trabajadores no se sienten miembros de una comunidad, no hay entre ellos un espíritu de empresa. En la esfera jurídica, los trabajadores son contratados discrecionalmente por el empleador y su contrato puede ser extinguido unilateralmente, sin alegar causa, por el jefe de la empresa.
En adición, el reglamento interior y las circulares que organizan las labores de la empresa son elaborados unilateralmente por su jefe; su administración se encuentra en las manos exclusivas de su director, quien ni siguiera está obligado a informar al personal de su marcha y desarrollo; y los beneficios que esta obtiene pertenecen a sus dueños, aunque la ley les obliga a dar una participación a sus trabajadores, sin exceder de cuarenta y cinco días de salario para aquellos que tengan menos de tres años en la empresa y de sesenta días de salario para los que tienen tres o más años de servicios.
Desde una óptica meramente conceptual, la teoría suscita graves aprehensiones. Esta confía su jefatura al órgano de dirección; por consiguiente, basta saber quién la dirige para establecer quién es el jefe de la comunidad. Este ejercerá su jefatura porque asume las responsabilidades y los riesgos, y por ser el jefe ejercerá el poder de pleno derecho. Pero, jurídicamente, ¿quién le ha confiado estos poderes?
¿Únicamente su jefatura? Con estos planteamientos la teoría institucional o comunitaria permite una auto legitimación del poder. El derecho se somete al poder, y el poder, puro y simple se hace jurídico, por la sola virtud de una teoría. Cierto que esos poderes deberán ser ejercidos en interés de la empresa; pero ¿quién juzga que se cumpla con tal propósito? Si la respuesta es el jefe de la empresa, como postula la tesis institucional, entonces él será juez y parte.
En la realidad la empresa se confunde con la persona del empresario. Solo este aparece en la escena jurídica. Como la empresa está desprovista de personalidad jurídica, los créditos y las deudas recaen sobre el patrimonio del empresario, sea este una persona física o una sociedad comercial. Como propietario de los bienes que explota, el empresario ejerce soberanamente los derechos que le corresponden en su calidad de dueño.
En lo que respecta a sus relaciones con los trabajadores tendrá los poderes que se derivan del contrato de trabajo, que coloca al trabajador en un estado de subordinación jurídica, y si este se encuentra en tal estado es porque él lo ha consentido, y al hacerlo, admite y acepta un poder jurídico del empresario, cuyo ejercicio estará limitado por el propio contrato.
Gracias al contrato de trabajo, el empresario tendrá el poder de dirigir el trabajo de su subordinado, de darle órdenes e instrucciones que este deberá acatar y cumplir; de organizar y disponer todo lo concerniente al trabajo en su empresa, sin que tenga que consultarlo con su subordinado, que simplemente deberá someterse a lo reglamentado por aquel; de sancionarlo disciplinariamente, sin que este tenga derecho a la defensa y de desahuciarlo, sin ni siquiera tener que explicar los motivos que lo llevan a tomar tal decisión.
Esta es la realidad. Los trabajadores son subordinados, no colaboradores.
El Caribe