La generación atrapada

Margarita Cedeño

@Margaritacdf

La Generación Z, nacida entre finales de los años noventa y principios de la década de 2010, ha crecido en un mundo donde las certezas parecen haber desaparecido. Se le identifica como la generación digital, la más conectada y la que mejor se mueve en los códigos de la globalización. Sin embargo, detrás de la imagen de jóvenes hiperconectados, creativos y emprendedores, se esconde una realidad mucho más compleja de jóvenes que trabajan más, pero no necesariamente viven mejor.

Hoy, para un joven dominicano o de cualquier parte del mundo, el empleo ya no garantiza librarse de la pobreza. El costo de la vida, con alquileres desbordados, alimentos encarecidos y servicios básicos cada vez más caros, se ha convertido en una losa que asfixia sus aspiraciones.

La promesa de la movilidad social, esa idea de que estudiar y conseguir un trabajo bastaba para ascender, se ha roto para muchos de ellos. Quien logra emplearse descubre que los salarios se quedan cortos frente a un mercado donde la vivienda es casi inalcanzable y los gastos esenciales consumen cualquier intento de ahorro. El fenómeno es global, pero en la República Dominicana se manifiesta con crudeza porque más del 60% de los jóvenes empleados están en condiciones de informalidad, con trabajos temporales, sin seguridad social y sin garantías de estabilidad. En otras palabras, trabajan, pero viven como si no lo hicieran.

A esta precariedad económica se suma la crisis de la salud mental, un peligro silencioso que golpea a esta generación con una fuerza inédita. La Organización Mundial de la Salud ha advertido que nunca en la historia de la humanidad se habían registrado tasas tan altas de ansiedad, depresión y estrés crónico entre los jóvenes, una realidad a la que no somos ajenos, pues la Encuesta Nacional de Hogares muestra que la presión por sostener estudios, trabajo y vida personal, en un entorno de incertidumbre y constantes cambios, está pasando factura. La estabilidad, esa palabra que parecía un derecho natural de generaciones anteriores, hoy se percibe como un lujo reservado para pocos.

La Generación Z ha enfrentado de manera temprana las crisis que moldean el mundo contemporáneo, iniciando con la recesión global del 2008 en su infancia, la pandemia del 2020 en su adolescencia, el encarecimiento del costo de vida en su entrada al mundo adulto y un planeta que les exige adaptarse a ritmos acelerados de transformación tecnológica y cultural. Para quienes crecieron creyendo en la flexibilidad y en la innovación como herramientas de progreso, la paradoja es evidente, hoy son más preparados y adaptables, pero se sienten más atrapados que nunca.

En el caso dominicano, la dificultad de acceder a una vivienda digna es uno de los ejemplos más claros de esa sensación de encierro. Con un déficit habitacional que supera el millón de unidades y con precios de alquiler que suben al mismo ritmo que los ingresos se estancan, los jóvenes se ven obligados a prolongar la dependencia familiar o a destinar la mayor parte de su salario en sobrevivir sin poder construir un proyecto de vida propio. El sueño de independizarse y formar una familia se aplaza, cuando no se renuncia a él.

Esa falta de certezas económicas y sociales tiene un impacto directo en la salud mental. No se trata solo de estrés cotidiano, sino de un deterioro estructural del bienestar psicológico. La frustración, la ansiedad y la desesperanza se instalan como compañeros permanentes en la vida de quienes ven un futuro más frágil que el que tuvieron sus padres. El “quédate en casa” de la pandemia, diseñado para proteger, fue más que un eslogan, que poco a poso se convirtió en metáfora de una generación que, aun saliendo a trabajar y esforzándose, sigue encerrada en la imposibilidad de progresar.

Pero sería injusto limitar la mirada a la victimización. La Generación Z es también la más consciente y activa políticamente de los últimos tiempos. Son ellos quienes han levantado la voz contra el cambio climático, quienes cuestionan la desigualdad y quienes exigen que se hable de salud mental como un derecho y no como un tabú. En la República Dominicana, los vemos participando en iniciativas comunitarias, creando proyectos de innovación social y presionando para que se reconozca el valor de la diversidad. Son resilientes y están dispuestos a redefinir las reglas del juego.

La pregunta es si el Estado y la sociedad estarán a la altura de esa energía transformadora. En un país donde la informalidad laboral predomina, donde el acceso a la vivienda sigue sin resolverse, donde el sistema de salud mental es insuficiente y donde la educación enfrenta enormes desafíos de calidad, no basta con reconocer el problema. La generación atrapada no puede seguir esperando soluciones futuras mientras se desgasta en un presente cada vez más incierto.

Listín Diario

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