La guerra en Ucrania tiene una inquietante arma nueva
Por Lilia Yapparova
The New York Times
Yapparova es reportera de investigación en Meduza, un medio de noticias independiente ruso. Escribe desde Riga, Letonia.
Al alba del 8 de mayo de 2023, un adolescente ruso de 17 años llamado Pavel Solovyov se metió por un agujero en la valla de una planta aeronáutica de Novosibirsk, Rusia. Él y dos amigos buscaban un avión de guerra al que pudieran prender fuego. Una cuenta anónima de Telegram les había prometido un millón de rublos, cerca de 12.500 dólares, para hacerlo, una cantidad de dinero inconcebible para los chicos.
Pero cuando vieron el bombardero supersónico Su-24, se asustaron. Este pesado avión de guerra, un modelo que se ha estado usando para bombardear Ucrania durante los últimos tres años y medio, parecía demasiado impresionante y peligroso para simplemente quemarlo. Tras algunas deliberaciones, los chicos decidieron chamuscar la hierba que rodeaba al avión, pero filmarlo de tal forma que pareciera que estaba envuelto en llamas. El desconocido de Telegram había prometido pagar solo después de recibir pruebas en video del incendio provocado.
Solovyov cumple ahora una condena de casi ocho años en una colonia penal. Él y sus amigos, que fueron detenidos en menos de una semana, fueron declarados culpables de llevar a cabo actos deliberados de sabotaje. No sospecharon que se trataba, como concluyeron los investigadores rusos, de un ataque encubierto en nombre de Ucrania. A Solovyov y sus amigos, según su madre, simplemente les habían pedido que “ayudaran a la fábrica de aviones a obtener el seguro” para el avión incendiado. Su hijo soñaba con abrir su propio taller de reparación de automóviles. “Ahora”, me dijo, “todos sus planes se han desmoronado”.
No se trata ni de lejos de un incidente aislado. Ataques a pequeña escala como este forman parte de un nuevo tipo de guerra híbrida que llevan a cabo Rusia y Ucrania. En los años transcurridos desde la invasión rusa, los servicios de seguridad de ambos países han descubierto un activo barato y accesible: jóvenes que pueden ser reclutados para realizar ataques encubiertos aislados, a menudo sin siquiera saber para quién trabajan. Se trata de un hecho estremecedor en esta guerra brutal: utilizar niños como armas.
Desde hace un par de años circulan historias sobre vigilancia y sabotaje transfronterizos. Pero el fenómeno, a medida que se agrava el estancamiento y ambos países buscan nuevas formas de golpear dentro del territorio enemigo, se ha intensificado claramente. Para saber más sobre ello, leí los historiales de mensajes de los niños reclutados con sus mediadores, hablé con los propios mediadores e incluso escuché la grabación en la que uno de ellos le daba a un recluta una receta de explosivos. Durante meses, revisé cientos de casos en ambos países. Fue un curso intensivo de engaño y desastre.
Funciona así. Primero, un usuario anónimo contacta a los niños a través de Telegram, WhatsApp o un chat de videojuegos con una oferta de dinero rápido. Una vez establecido el contacto, los mediadores dan instrucciones. A veces estas instrucciones se disfrazan de “juego de geolocalización”. “¡Sí, aquí pagamos por fotos!”, dice un anuncio en línea publicado por reclutadores, en el que se piden fotos de coches de policía y ambulancias con marca de localización. “Es como Pokémon Go, pero por dinero”.
Los métodos pueden ser más oscuros que el engaño. Una estudiante ucraniana de 14 años fue acosada por sus reclutadores rusos: accedieron a sus fotos íntimas y la amenazaron con publicarlas en internet a menos que se convirtiera en saboteadora. Al parecer, se ha utilizado un chantaje similar contra estudiantes de la ciudad rusa de Myski. Tras hackear las cuentas de los chicos en las redes sociales y encontrar material comprometedor, los mediadores ucranianos los obligaron a rociar sustancias tóxicas en su escuela. Esta técnica de reclutamiento garantiza una red de saboteadores barata.
En el lado ruso, los resultados son sorprendentes. Un adolescente ucraniano, al que el servicio de inteligencia militar ruso enseñó a utilizar comunicaciones cifradas y una mecha temporizada, llevó a cabo un incendio provocado en una tienda IKEA de Lituania. Se manipuló a un grupo de adolescentes para que pintaran con aerosoles consignas antisemitas llenas de odio por toda Ucrania. Dos adolescentes de 14 años detonaron una bomba cerca de una estación de policía al norte de Kiev. Un trío de adolescentes hizo explotar una camioneta en Mykolaiv.
Incluso cuando el sabotaje no tiene éxito, da miedo. A un alumno de sexto grado de Ternopil, en el oeste de Ucrania, le ofrecieron dinero para prender fuego a infraestructuras importantes; él denunció el acercamiento a la policía. Un estudiante de Zhytomyr siguió las instrucciones de su mediador para construir un explosivo casero, pero fue detenido antes de que pudiera utilizarlo. Detrás de todos estos actos, exitosos o no, había agentes rusos.
Los esfuerzos de Ucrania no son menos estremecedores. Según se dice, se pueden encontrar volantes con los códigos QR personales de reclutadores ucranianos en los baños de las escuelas rusas de ciudades pequeñas. A instancias de esos reclutadores, se puede incendiar cualquier cosa. Un coche de policía en San Petersburgo, un cuartel de veteranos en Stavropol, un ferrocarril en Irkutsk. Un joven de 16 años intentó infructuosamente prender fuego a un bombardero en un aeródromo militar cerca de Chelyabinsk. Dos chicos de Omsk tuvieron éxito donde él no pudo y prendieron fuego a un helicóptero utilizando una bomba molotov. Los chicos con menos recursos recurren a cigarros y a la gasolina de sus motonetas en lugar de explosivos.
Normalmente no se salen con la suya. Las cifras son pequeñas pero significativas: desde la primavera de 2024, el servicio de seguridad ucraniano ha detenido a unos 175 menores de edad implicados en planes de espionaje, incendios provocados y bombas orquestadas por agentes de inteligencia rusos. El más joven de ellos tiene 12 años. Rusia no divulga esa información, pero los activistas de derechos humanos que entrevisté afirman que hay al menos 100 casos equivalentes. Según Igor Volchkov, abogado especializado en derecho de familia, el bloque infantil de uno de los principales centros de detención preventiva de Moscú ha pasado de 20 a 100 adolescentes durante la guerra, llenándose de menores sospechosos de sabotaje proucraniano.
A Yaroslav Kuligin, de 18 años, le esperaba algo peor. Después de que un desconocido de un foro de la red oscura le pidiera que ayudara a una empresa ferroviaria a conseguir un seguro, prendió fuego al material ferroviario y a un compartimento del tren. Tras su detención, la policía no se interesó por esos detalles. Kuligin fue sometido a descargas de pistolas paralizantes durante tanto tiempo que se quedaban sin carga; tuvieron que cambiarlas varias veces hasta que confesó que trabajaba para Ucrania, algo que no sabía que podría estar haciendo.
Su madre ya se acostumbró a ver a su hijo solo a través de una “diminuta ventana en mal estado en una habitación en penumbra” del centro de detención preventiva, me dijo. Ya intentó suicidarse dos veces. “Puedes cantar canciones en un idioma totalmente inventado, o gatear a cuatro patas como un perro, o pescar en un fregadero”, escribió en una carta desde un hospital psiquiátrico penitenciario. “Aun así, no llamarás mucho la atención entre la gente del lugar”.
Rusia a veces va incluso más lejos. En al menos tres casos, los operativos rusos intentaron eliminar a las personas que habían contratado detonando explosivos a distancia mientras los reclutas llevaban a cabo el sabotaje. Eso es lo que les ocurrió a dos adolescentes de Ivano-Frankivsk, Ucrania, que habían intentado hacer explotar una vía férrea: uno murió, otro perdió las piernas. Quien sobrevive al trabajo puede ser procesado como terrorista o condenado a años de tratamiento psiquiátrico.
Esta guerra de subversión ha dejado un rastro de vidas arruinadas: cientos de niños en ambos lados del frente. Un antiguo reclutador ucraniano con el que hablé todavía no puede calmar su conciencia por el papel que desempeñó en ella. Un día se encontró con un estudiante de 17 años de Rusia Central que quería luchar contra el régimen ruso. El joven, claramente un activo valioso, fue entregado al mediador del propio reclutador y de ahí a agentes de rango aún mayor. Un mes después, el chico dejó de aparecer en internet. Entonces apareció en un centro de detención cerca de Moscú, acusado de poseer explosivos y de estarse preparando para asesinar a un teniente coronel ruso.
“No quiero que nadie más acabe como él”, me dijo el antiguo reclutador. “Hacemos que los chicos hagan cosas que nosotros mismos no nos arriesgaríamos a hacer”.
The New York Times