La ilusión de la inocuidad del porno

Por Christine Emba

The New York Times

Emba es autora de Rethinking Sex: A Provocation y colaboradora de Opinión en The New York Times.

Hoy en día, la viralidad es difícil de conseguir. Pero la británica Lily Phillips, creadora de OnlyFans, lo consiguió este invierno, cuando apareció en un documental titulado I Slept With 100 Men in One Day (Me acosté con 100 hombres en un día).

La película (disponible en YouTube en versión editada y sin censura en OnlyFans) seguía a Phillips mientras planeaba y ejecutaba la hazaña del título, y capturaba todo: desde el arrastrar de pies de los hombres que esperaban fuera de su Airbnb alquilado hasta el rostro conmocionado de ella tras la hazaña. (“No es para chicas débiles”, le dice al cineasta Josh Pieters, con lágrimas en los ojos. “No sé si lo recomendaría”).

¿Excesiva? Desde luego. ¿Desagradable? Para algunos. Pero quizá no sea inesperado, si se tiene en cuenta lo acostumbrada que está la sociedad estadounidense a la sexualización y cosificación de la mujer, hasta el punto de que el extremismo parece una de las pocas formas de destacar para una joven y ambiciosa trabajadora sexual.

La pornografía inunda internet. Un informe de 2023 de la Universidad Brigham Young estimaba que se podía encontrar pornografía en el 12 por ciento de los sitios web. Los bots porno aparecen regularmente en X, en Instagram, en secciones de comentarios y en mensajes directos no solicitados. Los defensores de la pornografía suelen citar la existencia de porno ético, pero no es lo que ve la mayoría de los usuarios. “El porno que ven los niños hoy en día hace que Playboy parezca un catálogo de muñecas American Girl”, escribió un adolescente en 2023 en The Free Press, y a menudo se centra en la violencia y la deshumanización de la mujer. Y los sitios que lo suministran tampoco se preocupan por la ética. En una columna de la semana pasada, Nick Kristof expuso cómo Pornhub y sus sitios relacionados lucran con videos de violaciones de menores.

Hay consecuencias para los miembros de la Generación Z, en particular, los primeros en crecer junto a una pornografía ilimitada y siempre accesible, y en tener sus primeras experiencias sexuales moldeadas y mediadas por ella. Es difícil no ver una conexión entre los comportamientos entrenados por el porno —los estrangulamientos, bofetadas y escupitajos que se han convertido en la norma incluso en los primeros encuentros sexuales— y la desconfianza de las mujeres jóvenes en los hombres jóvenes. Y en el futuro, el porno será solo más adictivo y eficaz como maestro, a medida que la realidad virtual lo haga más inmersivo y la inteligencia artificial permita que sea personalizable. (Para hacerte una idea de dónde puede acabar esto, puedes leer un ensayo reciente de Aella, investigadora y trabajadora sexual, en Substack, que defiende la pornografía infantil con IA).

En su nuevo libro Girl on Girl: How Pop Culture Turned a Generation of Women Against Themselves, Sophie Gilbert critica la cultura de masas de las décadas de 1990 y 2000, señalando cómo se construyó sobre la cosificación femenina y la hiperexposición. Explica que una generación de mujeres se dejó convencer por la idea de que los cuerpos eran mercancías que había que moldear, vigilar, fetichizar o convertir en el blanco de las bromas, que el poder sexual, que podía dar alguna ventaja fugaz, era el único poder que valía la pena tener. Esta mentira agrió la promesa emergente del feminismo del siglo XX, y a medida que se reducían nuestras ambiciones, crecía el potencial de explotación.

Gilbert tiene talento para señalar los momentos que, en retrospectiva, indican un cambio: cuando la “feroz energía activista” del movimiento Riot Grrrl fue suplantada por el pop sexi y consumista de las Spice Girls; cuando las supermodelos maduras y seguras de sí mismas son apartadas de las portadas de las revistas en favor de chicas esqueléticas fácilmente manipulables; cuando la telerrealidad y los sabuesos de los paparazzi convirtieron la autoexposición (voluntaria o involuntaria) en la norma.

Y tiene claro el hilo conductor de todo ello: el auge de la pornografía dura de fácil acceso, que “entrenó a buena parte de nuestra cultura popular”, escribe, “para ver a las mujeres como objetos, como cosas que silenciar, restringir, fetichizar o brutalizar. Y también ha ayudado a entrenar a las mujeres”.

Sin embargo, aunque Gilbert es implacable en sus descripciones del efecto deformador de la pornografía sobre la cultura y sus consumidores, se muestra curiosamente reacia a reconocer lo que parece obvio: el porno no ha sido bueno para nosotros. Aunque sus descripciones del panorama cultural implican que la generalización del porno duro ha sido algo malo, mide sus golpes.

“No me interesa juzgar a las personas por lo que les excita”, escribe, “y no me opongo ni remotamente al porno”, inmediatamente después de describir un estudio de 2019 según el cual el 38 por ciento de las mujeres británicas menores de 40 años declararon haber sufrido bofetadas, asfixia, arcadas o escupitajos no deseados durante las relaciones sexuales. Ese dato aparece al final de un capítulo que traza una línea inquietante y convincente desde la aparición y popularización de la pornografía violenta y extrema a finales de los años 90 hasta las fotos que salieron de Abu Ghraib en 2004 de presos humillados sexualmente.

Pero en su reticencia a reconocer lo que sugieren las pruebas, Girl on Girl no es inusual. A pesar de las pruebas significativas de que la avalancha de pornografía ha tenido un impacto negativo en la sociedad moderna, existe un curioso rechazo, especialmente en los círculos progresistas, a admitir públicamente la desaprobación de la pornografía.

Criticar la pornografía va en contra de la norma de no juzgar de las personas a quienes les gusta considerarse progresistas, reflexivas y abiertas de mente. Existe el temor de parecer mojigato, aburrido, poco moderno, tal vez un resabio de la invasión cultural que Gilbert detalla tan minuciosamente. Más generosamente, existe el deseo de no imputar las decisiones de los individuos (mujeres u hombres) que crean contenidos sexuales por necesidad o deseo personal o permiten que la legislación perjudique a quienes dependen de ella para sobrevivir.

Pero la falta de crítica a veces se produce a expensas del discernimiento. Como sociedad, permitimos que nuestros deseos sigan siendo moldeados de forma experimental, con fines de ganancia, por una industria que no tiene en cuenta nuestros mejores intereses. Queremos demostrar que somos fríos y modernos, saltarnos el inevitable regateo sobre los límites y la regulación y evitar poner límites potenciales a nuestro comportamiento. Pero no prestamos atención a cómo estamos empeorando las cosas para nosotros mismos. El caso de Phillips es un ejemplo de cómo la normalización de los extremos pornográficos ha hecho que incluso los actos escabrosos sean aceptados; no es difícil imaginar un futuro que pida (y ofrezca) más de lo que podemos imaginar hoy.

Últimamente, los únicos que parecen dispuestos a criticar abiertamente la disponibilidad generalizada de pornografía suelen ser gente de derecha o religiosos, por lo que se les descarta al instante, a menudo menospreciándolos como tales. Pero están empezando a aparecer grietas en el muro, como demuestran fuentes tan variadas como el reciente, aunque silencioso, resurgimiento de la feminista antiporno Andrea Dworkin (Picador books reeditó un trío de sus obras más famosas este invierno) y los sinceros pódcast de Theo Von, quien habla con frecuencia de su decisión de dejar de ver porno.

Y los miembros de la Generación Z parecen más dispuestos a criticarla abiertamente que sus cuidadosos mayores. La filósofa de Oxford Amia Srinivasan, a quien Gilbert cita en la introducción de Girl on Girl, señala esto en su ensayo de 2021 “Talking to My Students About Porn”: “¿Es responsable el porno de la cosificación de la mujer, de la marginación de la mujer, de la violencia sexual contra la mujer? Sí, dijeron, sí a todo ello”. En mi propia experiencia hablando con estudiantes universitarios y adultos jóvenes, están consternados y desanimados por el papel que ha desempeñado la pornografía en su formación sexual. A sus ojos, lo tiñe todo.

“Quería entender cómo una generación de mujeres jóvenes llegó a creer que el sexo era nuestra moneda de cambio, que nuestra objetivación nos daba poder”, escribe Gilbert. “¿Por qué se nos persuadió tan fácilmente de nuestra propia inadecuación? ¿Quién marcaba la agenda?”.

La cuestión es que todos lo sabemos. Quizá deberíamos ser tan desvergonzados —o valientes— como para simplemente admitirlo.

The New York Times

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