La moderación: una virtud olvidada que nos salvaría de nosotros mismos

Ligia Bonetti

La moderación no es solo una virtud clásica ni una recomendación moral que suena bien en teoría.

Es, ante todo, una técnica práctica y útil para disfrutar la vida sin convertirnos en víctimas de nuestros propios excesos.

En una época donde todo nos invita a ir más rápido, a querer más y consumir sin medida, la capacidad de detenernos, regularnos y elegir con intención se convierte en un acto de inteligencia emocional y de autocuidado.

La realidad es sencilla y contundente: todo en exceso o sin control hace daño. Y este principio no discrimina. Se aplica tanto a los alimentos vistos como menos saludables tales como los dulces irresistibles, las frituras, los carbohidratos, como también a prácticas que socialmente se consideran positivas, como el ejercicio y el trabajo.

Comer sin conciencia nos enferma, pero también lo hace obsesionarnos con rutinas extremas que rompen el cuerpo y la mente.

El equilibrio es el lenguaje natural del bienestar, y esto aplica también a lo que somos y a lo que poseemos. El carácter, el poder, la fuerza, el talento o la autoridad pueden convertirse en armas peligrosas cuando no se ejercen con control.

Quien domina su temperamento, quien maneja su poder sin abusarlo y quien ejerce su fuerza sin

necesidad de imponerse demuestra una grandeza más profunda que la que proviene de cualquier atributo externo.

Así, la moderación en el carácter nos hace más justos; en el poder, más humanos; y en la fuerza, más respetables. Porque al final, no se admira a quien tiene mucho, sino a quien teniendo mucho sabe contenerse, actuar con mesura y usar sus cualidades con responsabilidad. Esa autocontención es la verdadera medida del mérito.

Esta reflexión ha acompañado a la humanidad por siglos. En la enseñanza de Confucio, la moderación ocupa un lugar central, pues consideraba que vivir con equilibrio, evitar los extremos y actuar con medida eran pilares de una vida virtuosa y armoniosa. Mientras que Lao-Tsé, desde la filosofía taoísta, también resaltaba la importancia de saber detenerse a tiempo para evitar el peligro, subrayando que la victoria más profunda es dominar la tentación de sobrepasar nuestros propios límites.

Ambos filósofos coinciden en que el equilibrio interno es la base de una vida plena y que saber detenernos a tiempo es una forma elevada de sabiduría.

No se trata de prohibir ni de vivir bajo reglas rígidas.

Se trata de comprender que la libertad verdadera nace del control propio, del dominio personal. Que un postre no hace daño, pero, en cambio, la búsqueda compulsiva de gratificación sí. Que ejercitarse fortalece, pero excederse rompe.

Que incluso el trabajo, que sin duda es motor de progreso, puede convertirse en una prisión si no le ponemos límites. Y que, hasta el agua, símbolo universal de vida y pureza, puede afectar la salud cuando se consume sin medida.

La moderación debería enseñarse desde pequeños, no como freno sino como el arte de elegir conscientemente y de disfrutar sin destruirse. Este equilibrio no nos limita; al contrario, nos permite disfrutarlo todo sin pagar un precio demasiado alto. Sobre todo, en estos tiempos que insisten en empujarnos hacia los extremos, moderarse es, paradójicamente, el acto más auténtico de libertad.

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