La política de Trump hacia Venezuela es una fantasía de venganza
Por Christopher Sabatini
The New York Times
Sabatini es investigador principal para América Latina en Chatham House.
El mundo ha observado cómo Estados Unidos exhibe su poderío militar en el mar Caribe en el último mes.
Ha atacado tres barcos, matando al menos a 17 personas, lo que funcionarios de la ONU han calificado de ejecuciones extrajudiciales. Ha desplegado en la región buques anfibios, barcos equipados con sistemas de misiles guiados y un submarino de propulsión nuclear. Ha enviado 10 aviones de combate furtivos F-35 a Puerto Rico. Y lo ha hecho, según afirma la Casa Blanca, para contrarrestar una enorme ofensiva del narcotráfico, encabezada nada menos que por el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro.
Para que quede claro: Venezuela no es uno de los principales proveedores de drogas ilícitas de Estados Unidos. La cocaína de Venezuela representa muy poca de la que entra en Estados Unidos, y el país casi no desempeña ningún papel en el comercio de fentanilo, según la Administración de Control de Drogas. Eso no ha impedido que el gobierno de Donald Trump haya puesto una recompensa de 50 millones de dólares por la cabeza de Maduro o que la fiscala general de Estados Unidos, Pam Bondi, lo haya calificado de “uno de los más grandes narcotraficantes del mundo y una amenaza para nuestra seguridad nacional”.
El régimen de Caracas ciertamente no está libre de pecado. Maduro es un dictador que ha facilitado el comercio ilícito de oro, el lavado de dinero, armas y drogas. Ha reprimido brutalmente a sus opositores, aplastado los derechos civiles y las instituciones democráticas y presidido una de las peores catástrofes económicas del mundo. Alrededor de ocho millones de personas han huido del país desde que llegó al poder en 2013. Pero la amenaza que supuestamente representan las redes de narcotráfico de Venezuela no justifica una movilización militar estadounidense de esta envergadura, al menos no de forma convincente. La verdadera razón de la legión armada, según creen los analistas y muchos venezolanos, es enviar un mensaje a Maduro y a sus partidarios: sus días están contados.
Lo que algunos poderosos miembros del gobierno de Trump quieren es un cambio de régimen, y quieren que resulte lo más barato posible. Es poco probable que los miles de soldados estadounidenses que flotan frente a las costas venezolanas invadan el país, aunque ahora se informa de que hay planes para desplegar drones para atacar objetivos relacionados con la droga en territorio venezolano. Es posible que la Casa Blanca espere que esta demostración de fuerza convenza a los altos mandos venezolanos de que ellos son los siguientes y que más les vale desertar y derrocar a Maduro.
Un rápido cambio de régimen en Venezuela siempre ha sido el plan del presidente Trump. Simplemente no funcionó la última vez.
En su primer mandato, Trump montó una campaña de presión que casi llegó a la intervención militar para intentar derrocar al dictador venezolano. En 2019, después de que Maduro se proclamara vencedor en unas elecciones controvertidas, la Casa Blanca impuso amplias sanciones económicas a Venezuela. Trump respaldó públicamente a Juan Guaidó, presidente de la asamblea legislativa de Venezuela, como líder legítimo del país. Con la bendición de Trump, Guaidó llamó a sus partidarios a levantarse contra el régimen y pidió a los militares que desertaran.
Maduro, por supuesto, no cedió. Unos años más tarde, la oposición disolvió su gobierno en la sombra y Guaidó se trasladó a Florida, donde permaneció en relativo anonimato.
La estrategia actual parece surgir del deseo de reivindicación —y venganza— de Trump. El presidente, al parecer, se tomó el fracaso de Guaidó como una humillación personal. Ahora Trump y los partidarios de la línea dura de su gobierno, encabezados por el secretario de Estado, Marco Rubio, redoblan la apuesta. Han prescindido en su mayor parte de la retórica de promoción de la democracia que caracterizó la primera ronda. Esta vez, afirman estar desmantelando un narcoestado. Es de suponer que los alimentan los rumores de que el ejército venezolano está a punto de volverse contra Maduro, una historia perenne entre la oposición del país. Una importante defensora de esta versión ha sido María Corina Machado, la actual líder de la oposición venezolana. Al parecer, su equipo, junto con otras figuras de la oposición, ha estado en contacto con funcionarios estadounidenses.
Machado mantiene vínculos estrechos con Rubio, quien parece considerarla una luchadora por la libertad al estilo de los disidentes anticomunistas de Europa del Este, como Václav Havel. Líder de la sociedad civil de larga trayectoria, se le impidió presentarse como candidata de la oposición en las elecciones de Venezuela de 2024, pero aun así trabajó para movilizar a los votantes y llenó calles y plazas de entusiastas partidarios de su representante, Edmundo González. Cuando Maduro afirmó haber ganado la votación, los observadores internacionales y la oposición demostraron que el régimen había cometido fraude. Desde entonces Machado se ha ocultado, pero ha seguido pidiendo una intervención militar contra la dictadura.
Incluso si la demostración de fuerza de Trump desencadena la deserción que finalmente derribe el régimen de Maduro, Venezuela no se convertirá mágicamente en una democracia. Es improbable que los hipotéticos golpistas de Maduro cedan el poder a Machado o a otra figura de la oposición. Incluso si lo hicieran, el nuevo líder aún se enfrentaría a la resistencia de un aparato de seguridad profundamente corrupto, insubordinado y poco profesional. El silencio de Machado ante los ataques estadounidenses contra las lanchas, que podrían haber causado la muerte a civiles venezolanos, también ha dañado la credibilidad de la oposición, tanto a nivel nacional como internacional.
¿Y si la diplomacia de cañoneras de Trump no consigue desencadenar el motín que supuestamente lleva años gestándose? La legión de buques de guerra podría simplemente permanecer frente a Venezuela y abatir pequeñas embarcaciones o atacar sospechosos de narcotráfico en tierra, y finalmente declararlo una victoria contra el narcoterrorismo. Pero el despliegue representa una asignación significativa y arriesgada de activos estadounidenses que son muy necesarios en otros lugares. El costo de la movilización también sale de los bolsillos de los estadounidenses, y más de la mitad de ellos, según una encuesta de YouGov, se oponen a utilizar la intervención militar para invadir Venezuela. Si el ejército estadounidense continúa eliminando objetivos sin el debido proceso, corre el riesgo de matar a transeúntes inocentes, lo que podría incitar a otros países de la región a pronunciarse con más contundencia.
El gobierno de Trump parece creer que, después de intentarlo todo, Maduro solo puede ser sustituido mediante la amenaza de la fuerza. Esa es la lección equivocada que hay que extraer de los fracasos de políticas del primer mandato de Trump. Los gobiernos democráticos vecinos han dudado en salir en defensa de Maduro, un denostado autócrata que ha avivado el colapso económico y social de Venezuela. Pero sin duda condenarían una violación categórica de la soberanía territorial y política por parte de la potencia hegemónica del norte. Es casi seguro que los líderes de México, Brasil, Colombia y otros países harían todo lo posible por impedir que el ejército estadounidense iniciara una guerra en suelo venezolano, incluyendo presionar enérgicamente a favor de una solución política negociada.
El gobierno de Trump debería aprovechar la ansiedad diplomática que ha creado. Si el presidente busca de verdad una Venezuela estable y pacífica, debería aprovechar la amenaza que ha enviado al mar Caribe para alentar a sus aliados regionales y a los gobiernos europeos a apoyar una transición democrática que se aleje de Maduro. La Venezuela de 2025 no es la Europa del Este de 1989, y los misiles guiados tienden a sembrar el caos, no la democracia.
The New York Times