La política en Europa está volviendo a la vida

Por Caroline de Gruyter

The New York Times

De Grutyer es columnista en el periódico holandés NRC y escribe extensamente sobre la Unión Europea. Escribe desde Bruselas.

La temporada electoral en Europa rara vez acelera el pulso. En las cinco que he cubierto desde 1999, Bruselas bullía de algarabía. Pero a los ciudadanos, los encargados de votar a los miembros del Parlamento, no parecía importarles demasiado. Para ellos, las elecciones eran, en el mejor de los casos, una curiosidad; en el peor, un inconveniente que había que evitar.

Esta vez no. Las elecciones de este año, que se celebran de jueves a domingo en los 27 países miembro, han despertado la atención de los europeos de todo el continente. He visto su interés de primera mano. En los últimos meses, en los Países Bajos, Francia, Suiza, la República Checa y muchos otros lugares, he hablado con grupos de estudiantes, especialistas e inversores, pero sobre todo con ciudadanos de a pie.

Escuchan atentamente, casi sin interesarse en sus teléfonos. En el turno de preguntas se levantan muchas manos. A todos les interesa la historia general: si Ucrania entrará en la Unión Europea, qué puede hacerse contra el auge del iliberalismo y cómo puede lograrse la seguridad del continente. Sobre todo, sienten curiosidad por saber qué es Europa y hacia dónde puede dirigirse.

¿Qué está pasando aquí? ¿Por qué la política de Bruselas, que siempre se ha considerado aburrida y tecnocrática, se está convirtiendo de repente en algo casi sexy? La respuesta es tan irresistible como sorprendente. A medida que los ciudadanos se sienten más atraídos por la política continental, el déficit democrático de Europa empieza a evaporarse lentamente. En medio del pesimismo por el avance de la extrema derecha, se está desarrollando otra historia, casi oculta a la vista. Europa está volviendo a la vida.

El apoyo de los ciudadanos a la pertenencia a la UE está aumentando. En una encuesta reciente en todos los Estados miembro, el 74 por ciento de los encuestados dijeron sentirse ciudadanos de la UE, el nivel más alto en más de dos décadas. Hace dos años, el 72 por ciento dijo que su país se había beneficiado de la pertenencia a la UE, frente a solo el 52 por ciento en 2005. Esto no significa que los europeos estén de repente encantados con la unión y su funcionamiento. Pero es evidente que son más felices en la Unión Europea que fuera de ella.

La participación también parece ir en aumento. Después de las primeras elecciones europeas en 1979, en las que votó casi el 62 por ciento de los ciudadanos, la participación disminuyó constantemente, cayendo a poco más del 42 por ciento en 2014. En 2019, sin embargo, subió por primera vez hasta casi al 51 por ciento. Este año, parece que volverá a subir, lo que sugiere que el repunte de 2019 no fue una anomalía, sino el comienzo de una tendencia. Una encuesta sitúa la intención de participación en el 68 por ciento, nueve puntos más que la última vez.

Esto no está pasando de la nada. Es una reacción al hecho de que Europa —tomando prestada una expresión del ex primer ministro sueco Carl Bildt— ya no está rodeada por un “círculo de amigos” sino por un “círculo de fuego”. El mundo que rodea a Europa se ha vuelto turbulento en los últimos años, amenazando sus fronteras, su paz y su economía abierta. El brexit, la presidencia de Donald Trump en Estados Unidos y, sobre todo, la invasión de Vladimir Putin a Ucrania han sacudido a los europeos hasta la médula.

Sintiéndose vulnerables y expuestos, han buscado protección en sus líderes. Los líderes nacionales, quienes toman todas las decisiones importantes en Bruselas, han respondido. Ahora comprenden que solo pueden detener a Putin, gestionar una pandemia y contrarrestar la competencia económica de China y Estados Unidos si actúan juntos. Para ello, han empezado a trabajar en la defensa europea, la sanidad, la energía y otras cuestiones que siempre se habían mantenido en el ámbito estrictamente nacional.

Como siempre, los Estados miembro tienen opiniones diferentes sobre cómo abordar esos temas. Pero los ciudadanos europeos encuentran más apasionantes los debates sobre armas para Ucrania o fondos para pandemias que los que versan, por ejemplo, sobre un nuevo paquete de telecomunicaciones de la UE o sobre encendedores aptos para niños. No es de extrañar que en los últimos años hayan proliferado los programas de entrevistas, pódcasts y columnas sobre Europa. Los ciudadanos los utilizan para informarse y formarse una opinión.

Esto ha cambiado la percepción pública de la política europea. Durante décadas, los ciudadanos identificaban Bruselas con negociaciones técnicas llenas de jerga sobre cuotas o directivas sobre productos químicos. Por supuesto, esto era exactamente lo que se suponía que debía hacer la integración europea: despolitizar los problemas entre los Estados miembro para que no se agravaran y desembocaran en una guerra. Las batallas de Bruselas en torno a las directrices sobre pesca o desayunos eran signos del éxito de la Unión Europea.

Pero, ya desde el inicio de la década de 1960, el historiador francés Fernand Braudel advirtió de que una Europa fría y tecnocrática podría provocar desafección. “Sería equivocarse de naturaleza humana no ofrecer más que sumas inteligentes”, dijo. “Parecen tan pálidas al lado del entusiasmo embriagador, aunque no siempre descerebrado, que ha movilizado a Europa en el pasado”. Ahora han intervenido Donald Trump, Boris Johnson y Vladimir Putin, sacudiendo a los líderes europeos para que por fin se tomen en serio las cosas que preocupan a los votantes: la adquisición común de armas, una estrategia digital y el Estado de derecho.

Estos choques externos tuvieron otro efecto importante. Convencieron a la extrema derecha de que abandonara sus planes de dejar la Unión Europea. Líderes como Marine Le Pen en Francia y Geert Wilders en los Países Bajos se dieron cuenta de que tendrían mucho que perder por su cuenta fuera de la unión y en su lugar optaron por emular al primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, quien utiliza la pertenencia a la UE como palanca en los juegos de poder europeos. También ven que la primera ministra de Italia, Giorgia Meloni, tras llevar a su partido postfascista a la corriente dominante en la política, se ha convertido en una de las figuras influyentes de Europa.

En lugar de despotricar contra Bruselas desde casa, los líderes de la extrema derecha suben ahora al escenario europeo con la esperanza de cambiar la institución desde dentro. Parafraseando al economista Albert Hirschman, han cambiado la opción “salida” por la opción “voz”. Por supuesto, esto podría ser una mala noticia, ya que los partidos centristas europeos parecen tan mal preparados para hacer frente al desafío de la extrema derecha a nivel europeo como a nivel nacional.

Sin embargo, esta evolución tiene un lado positivo del que pocos hablan: los populistas inyectan algo de dramatismo a la política europea. Llegan a Bruselas con sus insultos, simplificaciones y noticias falsas. La participación de los candidatos de extrema derecha en los debates y las luchas internas de la extrema derecha ya acaparan mucha atención. No es de extrañar. El escenario es ruidoso, mezquino y vulgar, exactamente el teatro que la política del continente siempre ha tenido a nivel nacional, pero nunca a nivel europeo.

Puede que a algunos les moleste el espectáculo. Pero en eso consiste la democracia: en la confrontación de opiniones políticas ante ciudadanos comprometidos. No hay garantía de que el desacuerdo y la agitación potencial que se avecinan sean de nuestro gusto. Pero, al menos, acercará a los ciudadanos a la acción e infundirá al continente cierto espíritu democrático. Esperemos que Europa lo aproveche.

Caroline de Gruyter (@CarolineGruyter) es corresponsal en Bruselas de asuntos europeos y columnista del diario neerlandés NRC, además de colaboradora habitual de Foreign Policy.

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