La tragedia del Jet Set y la responsabilidad compartida

Por Manuel Jiménez V.

Esa mañana de abril de 1984 llegué temprano a la redacción del periódico Hoy, donde me desempeñaba como periodista asignado a la fuente presidencial. Desde muy temprano, las líneas telefónicas no dejaban de sonar.

 Las primeras informaciones hablaban de disturbios en la zona norte de la capital, en protesta por los aumentos de precios decretados la víspera por el gobierno del fenecido Salvador Jorge Blanco, justo al final del largo asueto de Semana Santa.

Con el paso de las horas, la protesta se convirtió en una revuelta popular que envolvió a toda la capital. Antes del mediodía, ya se contaban muertos en enfrentamientos con la Policía, y poco después, el Ejército fue lanzado a las calles.

La cifra oficial de fallecidos se mantiene en poco más de cien, aunque hay quienes aseguran que fueron muchos más. Aquella fue, sin dudas, una de las jornadas más sangrientas que ha vivido el país en su historia reciente, producto de las duras medidas económicas acordadas por el gobierno con el Fondo Monetario Internacional (FMI).

A esa tragedia se suma, por supuesto, el incendio de la cárcel pública de Higüey, donde 136 reclusos perdieron la vida. Dos hechos de naturaleza distinta, pero igualmente devastadores: uno, una protesta social con reclamos claros; el otro, un accidente con responsabilidad institucional.

Hoy, sin embargo, el país se enfrenta a una nueva tragedia, quizás más desconcertante, no solo por la magnitud del número de muertos y heridos, sino por el lugar donde ocurrió: un centro de diversión.

 Hasta ahora, el saldo es estremecedor: 231 personas muertas y más de un centenar heridas. Una tragedia en el corazón de la capital, en un lugar donde cada lunes se reunía un público cautivo buscando esparcimiento y seguridad.

¿Cómo explicar lo que ha pasado? ¿Cómo racionalizar tanta pérdida en un espacio que debía estar sujeto a los más estrictos controles? Las familias dominicanas no solo lloran a sus muertos. También reclaman respuestas. Reclaman explicaciones. Reclaman justicia.

No se trata aquí de minimizar el esfuerzo de las agencias de socorro, que una vez más demostraron profesionalismo, valentía y compromiso. Pero no basta con actuar bien después de la tragedia. El verdadero compromiso con la vida comienza antes, con la prevención, la supervisión, la fiscalización rigurosa de los espacios públicos.

Y ahí es donde fallamos. Ahí es donde el Estado mostró, otra vez, su rostro más irresponsable. No hay, hasta la fecha, constancia de que alguna de las agencias responsables haya realizado una inspección al local donde se produjo la tragedia. Peor aún, una de las víctimas fue precisamente un joven ingeniero que ocupaba la dirección de Supervisión de Edificaciones del cabildo capitalino. Una vida truncada lamentablemente en medio de una estructura cuya supervisión se debió garantizar.

Asistimos, una vez más, a una irresponsabilidad compartida. La tragedia del Jet Set no puede saldarse únicamente con comunicados de duelo ni con declaraciones de pesar. Esta vez, la opinión pública exige algo más: verdad, consecuencias, transparencia. El Estado debe rendir cuentas.

El Ministerio Público ha prometido una investigación exhaustiva. Se esperan los informes técnicos, las conclusiones judiciales. Pero más allá del proceso penal, urge una revisión profunda de cómo se otorgan y renuevan los permisos de operación de estos establecimientos. Urge una reestructuración del sistema de inspección, con criterios modernos, con herramientas digitales, con personal formado y con voluntad política.

Porque si algo debe dejarnos esta tragedia, además del dolor, es una lección: el entretenimiento no puede estar por encima de la vida. Y quienes fallaron en protegerla deben asumir la responsabilidad que les corresponde.

No podemos permitir que 231 muertos se conviertan en otra estadística que se diluya en la memoria nacional. Esta vez, el país no debe seguir adelante como si nada. Esta vez, alguien tiene que responder.

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