La ventaja de un presidente que sabe cuándo quedarse callado
Por Matthew Yglesias
Articulista The New York Times
Si es que ha habido alguna, la estrategia de comunicación del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, durante el reciente enfrentamiento por el techo de la deuda ha desconcertado a sus aliados y enfurecido a los fieles del Partido Demócrata.
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Mientras el presidente de la Cámara de Representantes, Kevin McCarthy, bombardeaba Fox News y canalizaba su discurso en dosis diarias a través de las hojas informativas del Capitolio, la Casa Blanca decía y hacía públicamente muy poco; tan poco, que venía a ser nada. Los congresistas demócratas rasos, los progresistas de Twitter y los grupos de defensa liberales exhortaron a Biden a insistirle al sector republicano de la Cámara en elevar el techo de la deuda, pero se prepararon para lo peor: un presidente cansado, tímido, demasiado moderado y demasiado ineficaz, con la cabeza hundida en un pasado lejano, a punto de ser desplumado por una rabiosa derecha.
Sin embargo, de las intensas conversaciones en la Casa Blanca ha surgido un acuerdo que ha resultado ser, de forma sorprendente —casi asombrosamente— favorable para los partidarios de Biden. De algún modo, la Casa Blanca, que parecía tambalear, supo jugar sus cartas en las negociaciones.
Esto se debió, al menos en parte, a que Biden entiende bien algo fundamental sobre las dinámicas del Congreso, para la frustración de periodistas, activistas y adictos a la política: a menudo, es mejor callarse.
En muchos aspectos, Biden encarna un modelo atípico de presidente en nuestra era mediática. En vez de buscar y acaparar la atención del país a cada paso, identifica y adopta las herramientas limitadas de su cargo en nuestro sistema constitucional, y precisamente por eso es más eficaz.
A los presidentes que se enfrentan a obstáculos legislativos se les pide invariablemente que hagan más, que hablen más y que utilicen más su púlpito. Hay una razón por la cual se les da ese carácter a los presidentes de la ficción. El lenguaje dramático o la confrontación sirven para contar buenas historias, como nunca lo hará una negociación prolongada, a puerta cerrada, gradual y, en resumen, aburrida.
La política, en sus momentos de esplendor, no es necesariamente tan entretenida. Esa es la revelación que el presidente Biden ha aportado al cargo. Esto no garantiza la aprobación del público ni un segundo mandato, pero el contraste entre un presidente que antes interpretó el papel de un negociador en televisión y otro que negoció en el Congreso no deja de ser llamativo e importante.
En las negociaciones sobre el techo de la deuda, McCarthy y su bloque republicano no salieron con las manos vacías tras sus esfuerzos. Una reducción del gasto, desproporcionadamente inclinado hacia las partidas presupuestarias no militares, es una auténtica victoria para la derecha. McCarthy y sus aliados defendieron y consiguieron concesiones respecto a los requisitos de trabajo del Programa Suplementario de Asistencia Nutricional (lo que comúnmente se conoce como cupones de alimentos).
Cuando los periodistas le pidieron declaraciones al presidente después de que los términos del acuerdo quedaron establecidos, pero antes de la votación en el Congreso, dijo: “Oigo a algunos decir: ‘¿Por qué Biden no dice lo bueno que es este acuerdo?’. ¿Por qué iba a decir Biden lo bueno que es el acuerdo antes de la votación? ¿Creen que eso va a ayudarme a que se apruebe? No. Por eso es por lo que no son ustedes muy buenos negociadores”.
Jactarse de que la mayor parte de lo conseguido por los republicanos eran cosas con las que Biden estaba a favor o que habrían conseguido en unos dos meses, durante el proceso presupuestario ordinario, habría debilitado la posición de McCarthy en su propio bloque y animado a los republicanos a saltar del barco y llevar al país a una crisis económica.
Para los simpatizantes del partido, fue desconcertante ver y oír tan poco a la Casa Blanca mientras todo esto sucedía, lo que contrasta llamativamente no solo con la frenética actividad tuitera de Donald Trump, sino también con la presencia retórica de Barack Obama, más digna pero siempre de alto voltaje. Y, sin embargo, Biden ha conseguido un acuerdo que sacrifica menos sus prioridades que, por ejemplo, el que Obama logró en 2011, por el cual se limitó el gasto mediante recortes automáticos al presupuesto y, por tanto, la capacidad del gobierno para levantar una economía que seguía luchando tras la Gran Recesión.
“A Obama le gustaba ganar la discusión, algo que no siempre lo ayudó”, me dijo hace meses un senador demócrata, al hablar de cómo Biden había conseguido victorias bipartidistas a partir de unas estrechas mayorías en el Congreso.
La única concesión real que McCarthy ha conseguido de Biden ha sido la reducción de los aumentos previstos de la financiación del Servicio de Impuestos Internos (IRS, por su sigla en inglés), un cambio que, según la Oficina Presupuestaria del Congreso, hará que crezca la deuda, en vez de decrecer (presumiblemente, al permitir que la gente haga más trampas con sus impuestos). Siendo objetivos, para tratarse de un paquete de reducción del déficit y la deuda, es bastante absurdo. Pero el corazón republicano quiere lo que quiere, y para conseguir un acuerdo, Biden trabajó discretamente con los verdaderos deseos de los republicanos, en vez de intentar someterlos al rídiculo en público.
Probablemente no sea una mera coincidencia que Biden tenga un currículum inusual para un presidente: el de una larguísima trayectoria como senador. Negociar con el Congreso es una parte importante del trabajo de cualquier presidente, pero la estructura del sistema político y de las elecciones presidenciales disuade al tipo de personas que saben hacerlo bien de servir en la Casa Blanca. Por el contrario, el sistema actual recompensa la habilidad de acaparar la atención, para luego poner al ganador a trabajar en algo en lo que dicha habilidad posee escaso valor práctico.
Se prefieren mucho más las caras nuevas, los outsiders carismáticos, las personalidades dinámicas y los grandes oradores. John Kennedy, con su carisma, su buena presencia y su elevada oratoria, ha sido siempre una figura más apreciada que su sucesor, el adusto pero eficaz Lyndon Johnson. Biden no cuenta con unas mayorías en el Congreso como las que tenía Johnson, por lo que es lógico que tenga que conformarse con unas leyes más modestas.
La personalidad discreta de Biden suele frustrar a sus simpatizantes: tanto a los progresistas, que querrían ver una presencia con más garra, como a los moderados, que querrían un bidenismo contundente que ahogue las voces de la extrema izquierda. Pero con proyectos de ley partidistas, como el paquete de estímulos de 2021 y la Ley de Reducción de la Inflación, y otros proyectos bipartidistas, como la ley de infraestructuras, la Ley de Chips y Ciencia, el modesto proyecto de ley sobre control de armas y ahora un acuerdo para la reducción del déficit, se ha conseguido sacar mucho adelante debido a que lo que mueve la actividad en el Congreso son las interacciones que tienen lugar allí, y no la guerra diaria por la atención en la televisión por cable y las redes sociales.
Ni siquiera con un índice de aprobación a la baja Biden inspira el tipo de odio enfebrecido que movía a los adversarios de comunicadores enérgicos como Trump u Obama, lo cual es una considerable ventaja en estos tiempos polarizados.
Biden necesitará, de cara a su reelección, vender sus logros. Ahí es donde sus habilidades son más limitadas: en la campaña electoral, le vendría bien un estilo de comunicación más imponente.
Aun así, estaría bien que se apreciaran más sus conocimientos en materia legislativa y su modelo presidencial. Ha desafiado gran parte de la imagen que tiene la cultura popular de cómo debe ser un presidente capaz al aplicar unos conocimientos que son fruto de su larga trayectoria como legislador. Como está demostrando Biden, su estilo sutil puede producir resultados potentes.
Fuente The New York Times