Las guerras: triunfal fracaso de la humanidad
Ignacio Nova
Las guerras tienen diversas estaturas. Unas alcanzan tamaño de individuos y otras, dimensiones nacionales. Adoran crecer, los conflictos. En su afán de ascensión vertical, violan las básicas leyes de la atracción gravitacional. Y en sus hambres congénitas de espacio, ponen a prueba sus estructuras óseas y esqueléticas, buscando expandirse, desparramadas hacia inverosímiles lejanías. Cuando lo logran, alcanzan los confines y a su epicentro arrastran las personas y Estados. Si existiera una definición para describir con exactitud las guerras desde los linderos de la Astronomía sería decir Agujeros negros son: engullen todo en su todavía ininteligible inutilidad.
Las guerras son angurrientas. En sus hostilidades embuchan conjuntos de naciones, bloques continentales completos, agrupaciones de nacionales y naciones, y hasta a los aparentemente cándidos nucleamientos de insaciables requerimientos en los que las avaricias económicas y de todo tipo de gobernantes y grupos económicos se redibujan con los trazos de cooperaciones inocentes.
Así se habla de ayudas y sanciones. Esas que en los ámbitos guerreros son, también, sus contrapartidas: castigos y gratificaciones. Despachar socorros o desabrigo a cualquiera de los guerreros enfrentados es, de hecho, contra ayudar a su adversario. La guerra es la decisión de dos contrarios de matarse. O la decisión de uno de matar. No existe, por tanto, posibilidad de que al actuar en torno a las guerras se logre un ápice de inocencia. No hoy.
La única ética válida posible es rechazarlas de plano, renegar de ellas y ya. Desde la antigüedad la guerra tiene bolsillos grandes y profundos. Hasta puede comprar mercenarios o ejércitos en alquiler, advertía Maquiavelo.
¿Quién da su propia guerra hoy? ¿Quién, la guerra ajena?
Porque las guerras tienen esa virtud pérfida: exigen parcialidades ante el mayor de los crímenes imposibles de obviar, olvidar o tolerar: la dignidad humana. El consagrado derecho a la vida de personas y naciones. No decimos, al referirlo, algo nuevo. La tan cacareada dignidad de las personas es puesta a prueba cada día en sociedades en las cuales la gente vive en una constante guerra: la peor de todas por su discurso huidizo y silencioso.
En las sociedades y economías en las cuales los derechos de unos tienen la estatura de sus bolsillos e ingresos, las guerras existen y discurren cotidianamente, constituidas en la norma más respetada de la “convivencia”.
Hemos construido sociedades guerreras e hipócritamente nos asombra que en un momento despertemos bajo el asedio y estallido de invasiones y bombazos. Que de pronto ese conflicto —falta de humanidad—, en el cual convivimos las existencias sin reconocerlo como guerra y agresión y despreocupados, detone en cualquiera de las ansias de expansión totalitarias propias de la psicología de la guerra que bien alojadita y cómoda preservamos en nuestro interior.
Se reitera la pregunta: ¿Quién da su propia guerra hoy? ¿Quién, la guerra ajena?
¿Quién batalla contra si?
Iniciamos cada jornada preocupados por cuántos pasos caminar a diario para permanecer sanos, si 8 o 10 mil —nos preguntamos—, si por treinta o cuarenta minutos —insistimos—. Cuánto dinero en los bancos, cuántas acciones en las bolsas, cuántos aviones y morteros en el almacén y el hangar. Sin embargo, nuestro espíritu guerrero está tan interiorizado y empaquetado en ese súper yo que nos desborda hasta hacernos creer que son preocupaciones inocentes; hasta hacernos perder la ruta y capacidad de reparar en lo desconcertante y demoledor que subyace en lo evidente: afincamos esos pasos sobre una pavorosa soledad.
¿Por qué?, es la pregunta.
La respuesta: durante toda la historia y a lo largo de civilizaciones enteras hemos sustituido a los acompañantes. Al otro. Le hemos negado dimensión humana, extrañándolo de nuestra cosmovisión igualitaria. Deseamos vivir en sociedad sólo para afirmarnos individualmente, ocupando todas las habitaciones de los agigantados palacios de esas hiperbólicas particularidades personales que han sido proyectadas como valor social, expandidas —también— hacia calajes colectivos ¡que todos deben observar! Para lograrlo, activamos el modo guerrero desde el instante de despertar. Cada intercambio social y personal deviene, entonces, oportunidad de triunfar.
¡El triunfo, la promesa de realización!
¡El triunfo, pisotear y doblegar a los demás!
Y, sobre nosotros y las sociedades, la causa del stress.
Vivimos así, en la angustia, por triunfar; en guerra contra lo que nuestro dañado sistema de valoración humanista puede identificar como riesgo u objeto de aquella expansión anti gravitatoria, territorial, cósmica, espacial: ente capaz de poseer y conquistar. Subyace petrificado allí, enrutado en los canales de la información priorizada, “a través de las redes de atención tálamo-corticales”, afirma la ciencia del saber. Es que al parecer las sociedades y las economías son individuos a escalas terribles, en lo que no equivocó Thomas Hobbes al referir el Estado como Leviatán. Los afectaron patologías similares. Anti humanismo es el nombre de esa enfermedad. ¿Sus síntomas? La soledad, el deseo de superioridad económica, étnica, religiosa, militar…, cualquiera, ¿quién lo puede saber? ¿Quién lo podría evitar? Su existencia se revela cuando hablan: el Nosotros jamás incluyes a Ellos. En sus discursos rotundos refieres a Otros como contrario cuyo perfil está dibujado por la simplicidad: es diferente y negación del Súper yo.
Es así que la humanidad está profundamente enferma, hibridada con la violencia y la muerte hasta hacer irrelevante el acto de matar. Su patología contagia personas, organizaciones y a las sociedades que como dioses avernos construimos de tal modo hasta vernos en ellas: reflexus, imagen y semejanza nuestra. Eso sí, incrementadas hasta la degradación. Su existencia tiene anclajes biológicos profundos en una psiquis que también se proyecta a lo social: la evidencia científica reciente revela que existe “un sistema neuromodulador más especializado, que sesga el procesamiento en los circuitos talamocorticales de acuerdo con las demandas de atención”.
De tal lugar la humanidad ha sido desterrada: del foco de la atención de individuos, familias, organizaciones, Estados y organismos supranacionales.
Las guerras lo confirman sobradamente: la humanidad, condenada al ostracismo, queda ausente de ese campo de la mirada de todos, siendo el Otro, de la estima de todos, erosionada del significado que le es troncal.
Así las guerras se despojan de disfraces. Vienen a la escena y danzan sus horrores ante las hipocresías asombradas. Porque las guerras son las sociedades. Y las sociedades en guerra, la expresión de la máxima aberración.